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¡Arrieros somos!

Rubén Darío Toro López

Imágen de archivo

Estamos hechos de historias. Nos pueblan a un mismo tiempo la España borracha y decadente que se hizo a la mar para llegar a colonizar estas tierras. Ellos nos legaron todo lo bueno y malo sumando a esta malicia indígena que después dominaríamos tan bien. Estamos hechos de historias, de palabras, de oficios; de comidas que transeúntes de la Europa, los pueblos del desierto o los judíos, los gitanos… dejaron en la península ibérica antes de ser expulsados por estos.

Estamos hechos de historias de arrieros que en la oscuridad veían patasolas, duendes, muanes; que veían brujas coquetas que en las noches posaban sobre ellos mientras dormían en las fondas destinadas para descansar. Estamos hechos de esas soledades conversadas con licor de anís, mientras traían todo lo necesario para que la vida fuese menos difícil en estos parajes donde construyeron pueblos y ciudades al filo de estas montañas agrestes en las que hicieron vida los abuelos a pesar de la pendiente, trabajando a destajo con hacha y machete para sembrar frijol, maíz, plátano, yuca, y después, café. Ahora lulo, granadilla y aguacate.

Somos la suma de todos los mundos posibles en este nuevo continente. No puedo dejar de pensar en todo lo que nos liga con las caravanas de camellos por el desierto, o los pueblos errantes que saltan un mar en búsqueda de un mejor destino para los suyos. Guardadas las proporciones, nunca hemos dejado de ser arrieros de mulas o de camellos, tal vez todo esto venía en la sangre de los navegantes y en la mixtura con los guerreros de la nueva tierra, no solo nos hicimos un mejor pueblo, sino que de la antioqueñidad, fuimos lo más excelso en este paraje de Caldas.

Somos la suma de pueblos y culturas que permeó a España, antes de la llegada a América. Pueblos que hicieron los acueductos, que dieron esa dimensión cósmica a la arquitectura que aún hoy podemos contemplar, en Granada por ejemplo. Que cultivaron las laderas, les enseñaron a preservar las comidas, los hicieron más asépticos, porque de ello, de ser cuidadosos con lo poco que tenían, dependía su vida.

Los pueblos del desierto, los pueblos errantes con la carga del destino en sus hombros, suelen colectar lo mejor de las diversas sociedades, aprovechar mejor las oportunidades, convirtiéndose en buenos hombres y buenas mujeres que, a pesar de luchar contra las adversidades, salen siempre adelante. Por eso, lo que hoy somos es fruto de las generaciones anteriores que vio en estas tierras faldudas y lluviosas, una oportunidad cuando la naturaleza era más salvaje, cuando las condiciones en estas tierras no eran fáciles. Cuando no eran fáciles los desplazamientos, la comida se limitaba a dos granos, el frijol y el infaltable maíz de la dieta andina más uno o dos tubérculos, acompañados de carne. Cuando la soledad se acompañaba con los gritos de La Llorona en las cañadas o los duendes que desacomodaban todo y no era posible dejar, porque se mudaban con los humanos cuando estos querían reiniciar en otro lado para escapar de ellos. – ¡No trajimos la bacinilla! –gritaba el jefe del hogar en el coroteo, -sí, yo la llevo, -contestaba el duende sobre la mula de atrás.

Cuando el tío abuelo llegó de Antioquia a Aranzazu, iniciaba el siglo pasado y los cambios se daban cada centuria. Estando en casa de una familia que los acogió, presenció como una buena mujer rechazaba el pago de los huevos por parte del rescatante a rial y medio, porque se confundía en las cuentas; prefería a un rial, para hacer más cómoda su contabilidad. Cuando el tío abuelo José Luis llegó de Antioquia, había dos mundos lejanos en este pueblo, el de la tierra fría, inhóspita, lejana; como una estepa de los libros de Tolstoi que traía su padre en las alforjas del caballo y el de la tierra caliente que se buscaba por los lados de Filadelfia para sembrar café, más cerca de las cañadas. Él prefería el segundo, aunque disfrutaba estar en la zona urbana los domingos, porque esta, era la tierra media entre el frío de montaña y el calor de las zonas bajas.

Y eso es Aranzazu, trashumante, como un castigo que lleva en la sangre o como una virtud de quienes siempre están buscando la tierra prometida, pero no lo hacen allende las fronteras. La tierra prometida está aquí y quienes parten saben lo que buscan, unas mejores condiciones de vida para ellos y los suyos, al regresar de nuevo a este pueblo.

Aranzazu contiene el páramo, propio del cultivo de la papa y la explotación del ganado bovino, con los pisos térmicos y suelos volcánicos propios para el cultivo del café, en estas laderas en las que cafeteros han sembrado un paisaje del cual ellos hacen parte junto a la mula, las eldas de zinc, las casas pintadas de alegres colores. Pero ahora, ya no son dos mundos distantes, la distancia entre la fría y la caliente, se hace en pocas horas, acortando este mundo que llevamos entre los recuerdos de las nubes perpetuas y el clima más benigno de las partes bajas. Entre el recuerdo los olores y sabores de los tomates de árbol, las moras de castilla, los nísperos, el queso envuelto en hojas de congo; los chorizos de La Honda y el kumis de Alegrías.

Y eso es Aranzazu, trashumante, como un castigo que lleva en la sangre o como una virtud de quienes siempre están buscando la tierra prometida, pero no lo hacen allende las fronteras. 

Y así volvemos al origen, porque arrieros somos. Volvimos al mundo del cual venimos, errantes, nómadas trashumantes, buscando en otros lugares asegurar la familia para que el futuro les depare mejores cosas que a los abuelos que sembraron estas tierras entre rezos en el día y espantos de medianoche. Pero de ellos, poco nos separa; acortaron los caminos entre Antioquia y el eje cafetero, pero esta nueva generación de aranzacitas, hizo pequeño el mundo entero.

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