A pesar de las apariencias y de las imágenes preconcebidas, pensar nada tiene que ver con una actitud sedentaria. Por el contrario, caminar parece ser el vehículo más apropiado para meditar y pensar. En esto, sin embargo, estamos a tal punto influenciados por la famosa escultura El pensador de Rodin, que difícilmente podemos conformarnos con una imagen diferente a la de un hombre sésil, macilento, recogido sobre sí mismo, encorvado por el peso de sus cavilaciones. Agobiado y abrumado, más que por sus pensamientos por sus preocupaciones y dramas, este pensador es incapaz de enfrentar el mundo, aunque sólo sea con la mirada. Recuerda más a un hombre que padece que a un hombre que goza de la vida; como si pensar fuera una tortura que paraliza. ¡Qué diferencia con otra de sus esculturas! El san Juan Bautista: erguido, dinámico, alegre; dando el primer paso con su mirada al frente, dispuesto a ponerse en marcha para ver y conocer, para enfrentarse con el mundo y la vida.
Para la cultura Kogui caminar, tejer y pensar son actos
similares que realizados simultáneamente permiten a la totalidad del cuerpo alcanzar
una armonía. Nadie se sienta a pensar: se piensa mientras se camina y se teje
pues caminar y pensar es lo mismo que tejer. Y en efecto, nos sucede que frente
a la confusión de ideas, con que regularmente el cerebro nos ataca paralizándonos,
se siente la necesidad inaplazable de dar un paseo para reencontrar un orden y
alcanzar claridad y sosiego. Se dice que Aristóteles instruía a sus alumnos
mientras caminaban y eran famosas, entre sus conciudadanos, las caminatas
cotidianas de Kant alrededor de Königsberg. El hombre que camina y el hombre
que piensa son una unidad, un ente completo. Ser hombre es enfrentar el mundo
con nuestros pensamientos y acciones en posición erguida. “Vendrá el pensador,
así como se afirmó la posición bípeda. ¡Y qué hermoso será el hombre del
futuro!, el que pensará naturalmente, el que no tendrá que adoptar para ello la
posición de esfuerzo en la escultura de Rodin” (P. 213)*.
Fernando González, con su Viaje a pie entre Medellín
y Manizales en 1929, introdujo en Colombia, hace 90 años, una literatura y una
filosofía sobre el arte de caminar que ha tenido pocos seguidores en el país,
pero que contaba ya con una tradición universal, entre cuyos representantes
están Petrarca, Rousseau, Thoreau, Stevenson y Nietzsche. De alguna manera, en
la base de esta literatura está la idea Kogui de una integración total entre
pensamiento y cuerpo; es decir, que, por un lado, el pensamiento, que es
acción, se ejerce poniendo en juego la totalidad del cuerpo y que, por otro
lado, el sujeto que piensa es parte integral e inseparable del cuerpo del
objeto pensado. El famoso pasaje del Así
habló Zaratustra, en el que Nietzsche expone su idea del Eterno retorno
ascendiendo dificultosamente por un tortuoso camino, debe ser entendido como algo
más que una metáfora, pues su filosofía es inseparable del caminante que era
Nietzsche.
Quien camina, como lo hará Fernando González para explorar
un territorio y reconocer un país con la mirada integral de un geógrafo, tendrá
frente a sí un doble paisaje. Este concepto, fundamental tanto para el artista
como para el geógrafo, y entendido como el horizonte que se abre ante la mirada
de un observador, es fundamental en la distinción que se hace entre una
geografía física y una geografía humana.
Uno será el paisaje natural, el de la tierra, las montañas, los
ríos y las plantas, el de los amaneceres y atardeceres, también el de las
aldeas y pueblos. Este paisaje tropical de los Andes despierta en el autor
sentimientos desbordados de felicidad y alegría, por él siente empatía total,
con él tiene identidad cósmica y sentimientos místicos. “Mamemos, don Benjamín,
la energía terrestre; abracemos a nuestra madre; como el semidios griego,
echémonos sobre la tierra para renovar nuestras energías” (P. 158). A este paisaje
pertenecemos, con él estamos vinculados, en él estamos enraizados y de él
absorbemos nuestras energías. “Somos árboles sembrados en la tierra y en el
ambiente… ¡Qué buen concepto de patria!... Estamos sembrados a la patria y sus
jugos deben nutrirnos. La grandeza no es posible sino absorbiendo la de la
tierra” (P. 232-233).
Otro será el paisaje espiritual y cultural del hombre, el de
sus costumbres y ritmos de vida, el de la religión, la ideología y la política.
Con éste, el de la paisanada deformada moral y espiritualmente por 50 años de
hegemonía conservadora, a González le resulta imposible establecer vínculo
alguno. En él se siente como un expatriado sobre el que desata una crítica
mordaz, rechazando hasta su condición de conciudadano. “En nuestra patria todo,
hasta la energía vital, se la roban los santones gordos y avarientos que emiten
treinta mil votos y que moran a orillas del Aburrá; tienen agarrado el reino de
los cielos, y para que éste no se escape de allí han establecido la endogamia.
Su oración vespertina es: Únicamente en Medellín se puede criar familia” (P.
218-219).
Ambos paisajes están en el viaje de Fernando González y son
inseparables, puesto que son los componentes del país. Son el objeto de sus
reflexiones, de su entusiasmo desbordado y de sus comentarios cáusticos. Puesto
que se puede vivir en la aparente contradicción de estar apasionadamente compenetrado
con el uno al tiempo que se vive en un conflicto insuperable con el otro, Viaje
a pie muestra este desencuentro, que en esencia no es sólo el desencuentro
de Fernando González con sus paisanos, sino el de éstos, todos, con su paisaje.
Porque a diferencia de otros intelectuales, Fernando González no acepta que
nuestra situación de país pobre, incluso miserable y vergonzante, tenga nada
que ver con un determinismo geográfico y por lo tanto sea un destino ineludible
al que estemos condenados durante toda la existencia. No es porque seamos
hombres de trópico, sino porque todavía no sabemos serlo, porque no hemos
sabido echar raíces y alimentarnos espiritualmente con la energía del paisaje
que habitamos, que nuestro balance cultural y espiritual, formado en el temor
más que en el amor, es tan oscuro.
En Aranzazu, y de un modo particular y paradigmático –“el
pueblo más pueblo”- Fernando González tuvo los mismos sentimientos encontrados
frente a este doble paisaje. Ante la naturaleza tuvo una experiencia casi
mística. “En el Alto de las alegrías, bajo los yarumos blancos, cuando
el sol descendía al Pacífico sin afanes, y cuando la tierra estaba tibia como
virgen casta, y el viento hacía temblar las yerbas sensualmente y nos traía
olores de todos los montes lejanos, nos acariciamos nuestras futuras barbas;
echados allí en decúbito supino, y luego abdominal, y luego lateral, como
animal perfecto, sobre la tierra, para establecer el contacto con ella, que es
todo lo real, que es nuestra madre y será nuestro sepulcro, cuna de nuestras
transformaciones, nos acariciamos las barbas y filosofamos” (P. 158). Ante los
hombres de Aranzazu, ¡ay...ténganse fuerte! que es lo que en últimas nos está
demandando siempre el autor. Eviten toda actitud defensiva y más bien,
recordando también aquí la posición erguida del San Juan Bautista de
Rodin, párense firmes sobre sus dos pies, para que el puñetazo pleno que van a
recibir en la cara no les haga sentir que los deja por el piso.
Allí está Aranzazu, el pueblo más pueblo; se le aparece al viajero que va para el sur, repentinamente, cual hilera de jaulas sostenidas en guaduas. Las piedras de sus calles son muy duras para los pies cansados. Por la calle larga y tortuosa se oye el acompasado martillo que cae sobre el hierro de las herraduras en la fragua; caras sonrosadas y curiosas se asoman a las ventanas, que son de madera viejísima y sin barniz, como los restos de los ataúdes en su camposanto, y a la salida se aparece, también repentinamente, el cementerio; todo él se domina desde el alto en donde termina la calle tortuosa. Es una pendiente regular, cubierta de cruces e iluminada por el sol mañanero. Allí terminan esas vidas pueblerinas, que tuvieron apenas unos cinco incidentes; esas vidas sencillas, atormentadas por el Diablo y por la vecindad de este solar de los muertos. Aranzazu es toda la idea de pueblo y nada más que la idea de pueblo, y su cementerio es la perfección de la idea de cementerio.
En Aranzazu el amor no es otra cosa que unas cuantas figuras para disimular la procreación; lo mismo el nacer y el morir. Allí se encuentran los actos elementales y el egoísmo íntimo del animal. En estos pueblos andinos que cultivan el café, en donde no hay baños, en donde cada mes o meses van las mujeres al verde y dulce remanso de la quebrada y los mozos a atisbarlas por entre el rastrojo, hay un déspota que sirve de elector, mediante el púlpito y el confesionario. Y esos vivientes sencillos van a votar por los hidrocéfalos que han designado los obispos. Votan, porque allí, en el cementerio, está el Diablo esperando a los liberales. (p.?)
El estilo de Fernando González es cáustico, mordaz,
pendenciero, sin concesiones (nadie debe esperar de él una palmadita en la espalda),
pero también pleno de humor. Estanislao Zuleta dice que Viaje a pie está
lleno de disparates y tiene toda la razón al afirmarlo, pero que “entre más
disparata es mejor” (P. 251). Raja, maldice y despotrica de lo divino y lo
humano, pero se pelea, en una escena plena de hilaridad, con un extranjero que
habla mal del país, “Sólo nosotros, los colombianos, podemos hablar mal de
Colombia, y sólo nosotros, los católicos, podemos renegar de los curas” (P.
99). Lo cual quiere decir, con plena razón, que es a los colombianos a quienes nos
corresponde estar en una actitud siempre crítica y radical frente a nosotros
mismos y lo que somos. No podemos esperar que de afuera vengan a hacernos esta
tarea, ni lo deberíamos permitir; pero tampoco podemos pasárnosla por alto, ni
ser condescendientes, ni mucho menos pedir clemencia. En últimas, que la
crítica, que debe ser radical, debe ser también y ante todo autocrítica.
Después de 90 años muchas cosas han cambiado para bien y
para mal, y en muchos aspectos la región que recorrió a pie y describió
Fernando González no existe ya. El tremendo aislamiento que en la época
impusieron las montañas a estos pueblos del Norte de Caldas y Sur de Antioquia ha
sido roto, en buena medida, por el desarrollo universal de los medios de
comunicación y la tecnología. Esto obliga a relativizar mucho de lo dicho en
este libro juguetón y pica pleitos, cuya lectura fue prohibida por la Iglesia
“bajo pena de pecado mortal”. Pero pasado este tiempo, también nuestra manera
de leer Viaje a pie ha debido cambiar; no de otra manera se explica que
aún hoy sigamos reconociéndole vigencia. Lo que para González era un problema
de enraizamiento y pertenencia al paisaje, es para nosotros la inquietud
ambientalista legítima por el deterioro y la pérdida del mismo.