Por: José Miguel Alzate
Pudo haber sido el jefe conservador de Caldas
De sus años de infancia en la vereda
Churimales recuerda aquellas tardes soleadas cuando el papá lo mandaba a
encerrar los terneros. Todavía no había ingresado a la escuela y, por lo tanto,
le quedaba tiempo para irse hasta el potrero con un rejo en una mano y un
zurriago en la otra para arrear las vacas. Cuando los lunes al mediodía el
abuelo llegaba del pueblo, donde atendía una carnicería que funcionaba en los
toldos instalados en la plaza principal de Aranzazu los días de mercado, lo
primero que le decía era que había cuidado los animales para que nada les
pasara. El abuelo, agradecido, le entregaba un bombón que traía en el carriel.
Ese era el premio por ayudar en las labores de la finca.
Vivían en una casa
sencilla, de tres piezas, paredes blancas y corredores sin chambranas. En
tiempo de cosecha, la jornada en la finca empezaba a las dos de la mañana. A
esa hora su padre, Juan Gregorio, se preparaba para iniciar la pelada del café.
Antes de bajar al cuarto donde estaba la despulpadora se dirigía a su cama y,
despertándolo, lo llamaba para que le ayudara. El niño que era entonces César
Montoya Ocampo aprendió así a pelar café, a ponerlo a secar, a empacarlo en
costales, a subirlo a una mula. A las seis de la mañana, cuando ya habían
terminado, doña Soledad, su madre, le llevaba un tinto y, dándole un beso en la
mejilla, le ordenaba que cortara la leña para preparar el desayuno.
Sus estudios
primarios los inició en la escuela de la vereda. Las primeras letras se las
enseñó una profesora pasada de carnes, de edad avanzada, que vestía batas
hechas en popelina de colores alegres. La escuela estaba ubicada a unos cuatro
kilómetros de la casa. Para llegar hasta allí tenía que salir temprano.
Entendiendo que no podía regresar a buscar el almuerzo, la mamá le empacaba el
fiambre en hojas de congo. El camino era tortuoso. A veces llegaba a la escuela
empapado, los pies llenos de barro, con los cuadernos mojados. El invierno
anegaba el camino. Pero como su deseo era estudiar no le importaba mojarse. Cuando,
después de terminar la jornada escolar, un aguacero lo cogía en el camino, se
refugiaba en cualquier casa. Aprovechaba entonces para lanzarle piropos a las
muchachas bonitas. Con esfuerzo aprobó los dos primeros años.
Este abogado con
voz de barítono, que fue considerado como uno de los más brillantes penalistas
de Colombia, de niño jamás pensó que su futuro estaba en la tribuna pública. Su
facilidad de expresión sólo la vino a descubrir cuando cursaba estudios de
bachillerato. Fue en el Seminario de los Hermanos Cristianos, en un pueblo
antioqueño llamado San Pedro. Una tarde fue escogido para que improvisara un
discurso ante sus compañeros. Lo hizo tan bien que el hermano Isidoro, el mismo
que lo convenció para que ingresara a la vida religiosa, que lo escuchaba
atento, le auguró un futuro como orador. Pero nunca se le pasó por la mente que
llegaría a convertirse en un gran orador, alguien que con su palabra cautivara
auditorios.

César Montoya Ocampo entró al seminario
porque deseaba conocer otros ambientes, no porque tuviera vocación. Simplemente
aceptó la invitación que le hizo el hermano Isidoro cuando visitó la escuela
pública de Aranzazu en busca de vocaciones religiosas. Le llamó la atención,
sobre todo, saber que en el seminario había una gran piscina. Como su deporte
preferido era la natación, convenció a sus papás para que lo dejaran ir. No
obstante ser un estudiante maqueta, de esos que capan clase cada que pueden o
que a veces no llevan las tareas, le prometió al abuelo que en San Pedro se
preocuparía más por el estudio. Seis años en el seminario le sirvieron para
convencerse de que esa no era su vocación.
Allí le dieron el nombre de Hermano Crisóstomo Ignacio, que significaba
“boca de oro que lleva a Dios”.
Cuando llegó al pueblo para continuar la
primaria Aranzazu todavía no tenía las calles pavimentadas. Fue una mañana de
febrero, en medio de un aguacero que congelaba los huesos. Llegó sonriente, el
corazón lleno de júbilo, la vista fija en las mujeres que se asomaban en los
balcones, montado en el caballo Congolo que su papá le había regalado meses
atrás. Adelante, sobre un hermoso alazán negro, iba don Juan Gregorio. Llegó a
la casa que tenía su abuelo en el sector de La Congoja. Se sorprendió al ver
varios niños de su edad jugando cordalinas en la calle, o montados sobre zancos
de madera o corriendo detrás de una pelota de caucho. “Aquí voy a tener muchos
amigos”, pensó mientras descargaba el costal donde traía su ropa.
Abandonó el seminario cuando se convenció de
que la vida religiosa no era su vocación. Allá en San Pedro, frente al seminario,
vivían tres mujeres hermosas, de tez trigueña, ojos de miel y cuerpos de
palmera. Pronto se dio cuenta de que una de ellas le dirigía, desde la ventana,
miradas coquetas. Como era un joven apuesto, se dijo: “Me la estoy quebrando”.
Convencido de que la hermosa mujer estaba interesada en él, una tarde se voló
para concretar una cita. Se dio cuenta entonces de que su mundo estaba allá
afuera, observando cuerpos voluptuosos, oliendo el perfume de una mujer,
regodeándose ante unos ojos expresivos, saboreando la exquisitez de un cuerpo hermoso,
sintiendo en el pecho su respiración contenida. Enamorado como era, comprendió
que su futuro no estaba en el sacerdocio. No se veía perdonando pecados ni
dándole la comunión a una muchacha.
Conoció a Gilberto Alzate Avendaño cuando
cursaba primer año de derecho en la Universidad de Caldas. Como había iniciado
su carrera en este centro de estudios superiores, el Mariscal le insinuó que se
trasladara a vivir a Bogotá. Ni corto ni perezoso, este hombre que a la edad de
28 años vio frustrada su posibilidad de ser Ministro de Estado acogió la
sugerencia que le hacía el destacado dirigente político. Entonces empacó sus
maletas y, sin pensarlo dos veces, se fue para Bogotá. Cuando terminó su
carrera de derecho en la Universidad la Gran Colombia fue nombrado Juez
Municipal en Aranzazu. Pero renunció porque Cástor Jaramillo Arrubla, que era
entonces Ministro de Justicia, le ofreció el cargo de Magistrado del Tribunal
Superior de Caldas.
Es al único abogado que se le ha ocurrido
renunciar a ser Magistrado de Tribunal Superior para aspirar, simplemente, a
fiscal. Esto tiene una explicación. Como su deseo desde que terminó carrera era
convertirse en un buen penalista, se convenció de que como fiscal tenía más
posibilidades de ejercer su profesión. El día que decidió dejar de ser
magistrado llamó al ministro Cástor Jaramillo Arrubla, su gran amigo, para
pedirle que lo nombrara como fiscal. El ministro comprendió que su inteligencia
no estaba para esperar una jubilación detrás de un escritorio, sino que tenía
que brillar en las audiencias. Se convirtió, así, en un defensor con cartel.
Las audiencias públicas donde actuaba como defensor se convirtieron en un
verdadero espectáculo. Tanto que, cuando venía a Manizales a hacer una defensa,
los profesores les recomendaban a los estudiantes de derecho que fueran a escucharlo.


César Montoya Ocampo perdió por dos votos la
Contraloría General de la Nación. Había sido candidatizado a ese cargo por los
senadores José Restrepo Restrepo y Hernán Jaramillo Ocampo. Pero en el momento
de realizarse la votación en el Congreso de la República el otro candidato le
ganó por dos votos de diferencia. “¿Se siente frustrado por esto, doctor
César?” pregunta el cronista. Y con la madurez que le dan los años este hombre
que fue Director Nacional de Instrucción Criminal, Representante a la Cámara y
Embajador en Bolivia responde: “La política es así. La suerte a veces nos
zarandea. Pero no siento frustración por lo que pudo haber sido y no fue”.
Entonces recuerda que fue además Contralor General de Bogotá y concejal de la
misma ciudad. Y que, en noches de bohemia, con Jorge Mario Eastman declamaba
poemas mientras escuchaban tangos en los bares bogotanos, siempre acompañados
por mujeres voluptuosas.
No recuerda cuál fue el primer libro que
leyó en su vida. Pero si tiene claro que la vocación intelectual la descubrió
en Salamina, mientras terminaba sus estudios de bachillerato. “Si Aranzazu es
mi tierra de nacimiento, Salamina es mi cuna espiritual”, dice mientras
recuerda que en esa ciudad florecía el arte porque había hombres como Luis
Alzate Noreña, Daniel Echeverri Jaramillo y Rodrigo Jiménez Mejía que encendían
en los jóvenes la pasión por el saber. “Creo que mi primer discurso lo eché en
Salamina. Fue cuando me gradué como bachiller en el Colegio Pío XII. Ese día me
correspondió pronunciar las palabras de despedida”, recuerda cuando se le
pregunta sobre el tema. Entonces cuenta que en sus años de estudiante en ese
municipio “cometió poesía” simplemente para enamorar a las muchachas que le
robaban suspiros cuando pasaban por la calle real exhibiendo su belleza.
Ha recorrido todos los municipios de Caldas
pronunciando discursos. A veces en jeep, otras a lomo de mula, en ocasiones a
pie, ha llegado hasta los más lejanos lugares para predicar lo que él llama el
evangelio conservador. En sus años mozos
lo hizo al lado de Gilberto Alzate Avendaño, de quien aprendió cómo se deben
mover las manos para que las palabras que salen por la garganta enciendan la mística
partidista en el auditorio, y sean como un llamado a la gente para que grite
vivas a los candidatos que buscan el respaldo en las urnas. Muerto Alzate
Avendaño lo hizo al lado de Hernán Jaramillo Ocampo y de José Restrepo
Restrepo. Es un convencido de que el ideario conservador le apunta no sólo a
defender la familia sino a construir un país con justicia social. Hoy está al
lado de Omar Yepes Alzate porque, en su concepto, es el líder político con más
arraigo popular en Caldas.
La entrevista con César Montoya Ocampo
transcurre en el apacible ambiente de su biblioteca en la ciudad de Pereira. Cientos
de libros llenan los anaqueles que cubren de lado a lado las paredes de su estudio
en el primer piso de un moderno edificio en un sector residencial. Cuando el
cronista le pregunta qué tipo de literatura le gusta, este penalista que llevó
casos de resonancia en el país como los de Gonzalo Carreño Nieto, Alberto
Santofimio Botero y Jaime Michelsen Uribe, y que se dio el lujo de que Juan
Gossaín escribiera sobre él una extensa crónica en la revista Cromos, responde:
“Mi especialidad es el derecho penal. Llegué a tener más de tres mil libros
sobre el tema. Las obras literarias las tengo en mi casa. Me apasiona la
literatura. Con decirle que el Quijote me lo he leído ocho veces y Cien años de
soledad cuatro”.
César Montoya Ocampo pudo haber sido el jefe
conservador de Caldas. Tuvo todo para serlo: una gran inteligencia, capacidad
oratoria, relaciones políticas de altura. Fue compañero de luchas de dirigentes
como Silvio Villegas y Fernando Londoño Londoño, con quienes emulaba en los
balcones. Pero reconoce que su vida un poco disipada le impidió ser el jefe conservador
de Caldas. “Mi gran error fue haber aceptado la Embajada de Colombia en Bolivia
en el gobierno de Misael Pastrana Borrero”, responde cuando se le pregunta qué
pasó con su carrera. Luego agrega: “Mientras yo estaba en el exilio dorado,
Omar Yepes Alzate y Rodrigo Marín Bernal aprovecharon para consolidarse como
líderes políticos en el departamento”. A sus ochenta y ocho años de edad,
continúa en la lucha política bien sea echando discursos en plaza pública o
escribiendo columnas donde expresa su fervor conservador.
César Montoya Ocampo empezó a escribir en La
Patria desde sus años juveniles. Recuerda que el primer artículo que el
periódico le publicó fue una invitación a los jóvenes para que se
comprometieran con las ideas conservadoras. Se lo llevó a José Restrepo
Restrepo. Como el dirigente le dijo que lo publicaría al día siguiente, esa
noche no durmió. Con varios amigos se fue a tomar aguardiente en un bar de la
antigua zona de tolerancia de La Avanzada. A las cuatro de la mañana,
amanecido, escuchó cuando el voceador venía vendiendo La Patria. Entonces
corrió a comprarla. Su alegría fue inmensa cuando vio por primera vez su nombre
en letras de molde. Sin embargo, escribía en forma esporádica. Fue el malogrado
Orlando Sierra Hernández quien lo convenció para que escribiera una columna
semanal. Eso fue hace dieciocho años. Desde entonces no ha parado de escribir.
Siete libros publicados confirman su vocación literaria.