¿Cómo se puede recordar al amigo que compartió con uno sus sueños como creador de belleza? La mejor manera de hacerlo es resaltando su trasunto vital, hablando de sus preocupaciones artísticas y exaltando su formación humanística. César Montoya Ocampo fue un enamorado de la vida. A su existencia le exprimió al máximo el jugo de la alegría. No escatimó recursos para vivir feliz, haciendo lo que le gustaba, paladeando la belleza de la mujer, escuchando tangos que le traían viejas nostalgias, leyendo libros que le ayudaran a entender la condición humana. Su vida fue un divertimiento extremo. Todo lo hacía con alegría: dialogar con los amigos, subirse a un balcón para echarse un discurso, rememorar los amores a escondidas y escribir artículos plenos de lirismo.
La vida de César Montoya Ocampo fue una metáfora del buen vivir. En sus años de éxito profesional disfrutó como pocos las delicias de esos ambientes donde el tango es sinónimo de malevaje, con bailarinas que en la pista exhibían sus cuerpos alegres, aureolados por esa música que parecía metérseles en la sangre para darles movimiento de acordeón. Voltaire dijo alguna vez que la suya fue una vida de infortunios superados por el sentido de la existencia. El abogado aranzacita que hoy sus amigos recordamos como un excelente contertulio no tuvo los infortunios del escritor francés. Y si los hubiera tenido, los habría superado con el brillo de su inteligencia. Fue un gocetas que le exprimió a la vida sus mejores néctares, que escancio en su alma el vino de la sabiduría y supo darse a los demás en gotas de afecto.
César Montoya Ocampo irrumpió temprano en la vida pública del departamento. Con su palabra privilegiada conquistó los corazones de quienes en ese momento marcaban el destino político de Caldas. Ellos descubrieron en él a un joven deseoso de triunfar, que con la palabra fresca en los labios quería conquistar el mundo. Y le brindaron alborozados sus recintos para que brillara como orador. Se dieron cuenta de que tenía una inteligencia superior, una capacidad de improvisación asombrosa y un dominio inmenso del arte de hablar en público. Florido a veces, conceptual en otras, exquisito en la escogencia de los vocablos, pronto demostró que estaba hecho de una audacia juvenil que podía proyectarlo más allá de sus montañas caldenses. Fue por los tiempos en que obtuvo su título de abogado.
¿Quién fue César Montoya Ocampo como profesional del derecho? Un viejo discípulo suyo, penalista exitoso como él, Gustavo Salazar Pineda, escribió que al ilustre aranzacita le aprendió cómo debía utilizarse la oratoria para convencer al jurado de conciencia en una audiencia pública. “Se crecía en el auditorio con su magnífica versación jurídica y, sobre todo, con su brillante manejo de la palabra. Era exquisito en la exposición”, dijo en un artículo publicado en un periódico de Medellín después de que se enteró de su muerte. Como penalista, este caldense que terminó sus días haciendo lo que más le gustaba, leer y escribir, alcanzó renombre nacional. Aconsejados por sus profesores, los estudiantes de derecho asistían a sus audiencias para aprender cómo se hacia una defensa.
¿Y quién fue como escritor este abogado que dejó siete libros publicados? Lo he dicho en los análisis sobre sus libros y en los prólogos que varias veces me invitó a escribirle: un hombre dotado de la magia de la palabra, tanto escrita como hablada. Un esteta que buscaba con cuidado el término preciso para describir el movimiento de unas manos de mujer, el brillo de su sonrisa, el aletear de sus ojos al mirar el paisaje y el abaniqueo de sus caderas al cruzar la calle. Montoya Ocampo tuvo las palabras precisas para describir la soledad, el amor, la nostalgia. Pero también para exaltar a esos creadores que llenaron su alma con el prodigio del verbo. Sus artículos sobre Cervantes Saavedra, Jorge Luis Borges, García Márquez, José Saramago, Suetonio y Cicerón tienen fina esencia literaria.