![]() |
César Montoya en una acalorada defensa | Foto | Archivo EL CALDENSE |
Por: José Miguel Alzate
Hace un año falleció en Pereira el reconocido penalista César Montoya Ocampo, escritor de prosa cantarina nacido en Aranzazu, que con su inteligencia aportó a la grandeza intelectual de Caldas. ¿Quién fue este hombre de palabra iluminada que descolló en el escenario nacional no solo como uno de los mejores penalistas, sino también como un brillante orador? Vamos a sintetizarlo en esta nota que tiene como propósito recordar su trasunto vital para decirle a los caldenses que no podemos permitir que eso que él llamaba el óxido del olvido caiga sobre su nombre. Alguien como él, formado intelectualmente en la lectura de los clásicos, escritor de estilo coruscante, que por su versación jurídica brilló en el foro, debe ser recordado.
¿Cómo se puede
recordar al amigo que compartió con uno sus sueños
como creador de belleza? La mejor manera de hacerlo es resaltando su trasunto
vital, hablando de sus preocupaciones artísticas y exaltando su formación humanística.
César Montoya Ocampo fue un enamorado de la vida. A su existencia le exprimió
al máximo el jugo de la alegría. No escatimó recursos para vivir feliz,
haciendo lo que le gustaba, paladeando la belleza de la mujer, escuchando
tangos que le traían viejas nostalgias, leyendo libros que le ayudaran a
entender la condición humana. Su vida fue un divertimiento extremo. Todo lo
hacía con alegría: dialogar con los amigos, subirse
a un balcón para echarse un discurso, rememorar los amores a escondidas y escribir
artículos plenos de lirismo.
La vida de César
Montoya Ocampo fue una metáfora del buen vivir. En sus años de éxito
profesional disfrutó como pocos las delicias de esos ambientes donde el tango es
sinónimo de malevaje, con bailarinas que en la pista exhibían sus cuerpos alegres,
aureolados por esa música que parecía metérseles en la sangre para darles
movimiento de acordeón. Voltaire dijo alguna vez que la suya fue una vida de
infortunios superados por el sentido de la existencia. El abogado aranzacita
que hoy sus amigos recordamos como un excelente contertulio no tuvo los
infortunios del escritor francés. Y si los hubiera tenido, los habría superado
con el brillo de su inteligencia. Fue un gocetas que le exprimió a la vida sus
mejores néctares, que escancio en su alma el vino de la sabiduría y supo darse
a los demás en gotas de afecto.
César Montoya Ocampo irrumpió
temprano en la vida pública del departamento. Con su palabra privilegiada
conquistó los corazones de quienes en ese momento marcaban el destino político de
Caldas. Ellos descubrieron en él a un joven deseoso de triunfar, que con la
palabra fresca en los labios quería conquistar el mundo. Y le brindaron
alborozados sus recintos para que brillara como orador. Se dieron cuenta de que
tenía una inteligencia superior, una capacidad de improvisación asombrosa y un
dominio inmenso del arte de hablar en público. Florido a veces, conceptual en
otras, exquisito en la escogencia de los vocablos, pronto demostró que estaba
hecho de una audacia juvenil que podía proyectarlo más allá de sus montañas
caldenses. Fue por los tiempos en que obtuvo su título de abogado.
¿Quién fue César
Montoya Ocampo como profesional del derecho? Un viejo discípulo suyo, penalista
exitoso como él, Gustavo Salazar Pineda, escribió que al ilustre aranzacita le
aprendió cómo debía utilizarse la oratoria para convencer al jurado de
conciencia en una audiencia pública. “Se crecía en el auditorio con su
magnífica versación jurídica y, sobre todo, con su brillante manejo de la
palabra. Era exquisito en la exposición”, dijo en un artículo publicado en un
periódico de Medellín después de que se enteró de su
muerte. Como penalista, este caldense que terminó sus días haciendo lo que más le
gustaba, leer y escribir, alcanzó renombre nacional. Aconsejados por sus
profesores, los estudiantes de derecho asistían a sus audiencias para aprender
cómo se hacia una defensa.