Por: José Miguel Alzate
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Imagen para ilustrar la nota | Foto | Avancleyendo.com |
Voy a contarles a los lectores de esta columna cómo vivo este aislamiento social ordenado por el Presidente de la República como una medida para frenar el crecimiento exponencial de la enfermedad Covid-19, producida por el coronavirus. Posiblemente ustedes no me creerán si les digo que a mí el encierro en la casa no me afecta mucho que digamos. La verdad, los escritores estamos acostumbrados a encerrarnos meses enteros en el estudio de nuestras casas cuando estamos escribiendo un libro. Escribir es encerrarse entre cuatro paredes, rodeados por cientos de libros, paladeando la belleza, para permitir que la imaginación vuele. El silencio de la biblioteca nos posibilita atrapar las palabras cuando estamos frente a la pantalla del computador.
A mí eso de permanecer encerrado en la casa no me produce la depresión que muchos dicen que les da por no poder salir a la calle. Tengo tanto libro para leer y tanto sobre qué escribir que a veces el tiempo no me alcanza. Me pasa lo de Juan Gossaín: disfruto encerrarme en mi estudio. El autor de “La balada de María Abdala”, que vive en un edificio inmenso frente a la Bahía de Cartagena, se levanta todos los días a las cuatro de la mañana a contemplar el mar desde la ventana de su apartamento. Disfruta ver cómo los alcatraces entierran su pico en el agua para coger un pez. Y se entretiene mirando en la distancia los buques que cruzan con sus luces encendidas hacia el puerto. Después de admirar este espectáculo que le brinda la naturaleza, se encierra en su estudio.
Yo no tengo frente a mi casa la vista privilegiada que tiene el periodista que les exprime a las palabras todo su jugo. Pero, como él, madrugo todos los días no solo a escuchar el canto melodioso de un sinsonte que todas las mañanas se posa, frente a mi casa, sobre una cuerda de la luz, sino también a prender el computador para navegar en Internet con el propósito de enterarme sobre lo que pasa en el mundo. Es una actividad de todos los días, desde las seis de la mañana. Busco en los periódicos textos literarios que me enseñen a escribir mejor. Precisamente, en estos días me encontré en El País, de España, una nota sobre “El Paraíso en la otra esquina”, la novela de Mario Vargas Llosa donde narra la difícil relación de Flora Tristán con Paul Gauguin, su nieto.
Quienes escribimos amamos nuestro lugar de trabajo, ese espacio donde les damos vida a nuestras preocupaciones estéticas. Tenemos a nuestro alcance todo lo que necesitamos para ser felices: buenos libros. La lectura le devuelve al alma la tranquilidad perdida. En este sentido, Chang Chao escribió: “Leer libros en la juventud es como mirar a la luna por una rendija. Leer libros en la edad madura es como mirar a la luna desde el patio. Y leer libros en la ancianidad es como mirar a la luna desde una terraza abierta”. Quienes tenemos el hábito de la lectura no nos damos cuenta cómo pasan las horas. Nos sumergimos tanto en las páginas de un libro que a veces olvidamos lo que pasa a nuestro alrededor. Esta es la principal razón para no aburrirnos en la casa.
Yo no tengo frente a mi casa la vista privilegiada que tiene el periodista que les exprime a las palabras todo su jugo. Pero, como él, madrugo todos los días no solo a escuchar el canto melodioso de un sinsonte que todas las mañanas se posa, frente a mi casa, sobre una cuerda de la luz, sino también a prender el computador para navegar en Internet con el propósito de enterarme sobre lo que pasa en el mundo.
A quienes trabajamos con el barro de la palabra nos gusta mirar los libros que duermen su sueño en los estantes de una biblioteca, acariciar su lomo para que sientan el roce de nuestras manos, leerlos para descubrir ese mundo maravilloso que nos muestran los creadores de belleza. Un encierro forzado como el que ahora estamos viviendo se pasa mejor con un libro entre las manos. El placer que despierta la lectura es apenas comparable con el placer de mirar hacia la luna en una noche despejada. El cielo se nos muestra lleno de estrellas que brillan en lontananza como iluminando el mundo con una luz nueva. “Un libro abierto es un cerebro que habla. Cerrado, un amigo que espera. Olvidado, un alma que perdona. Destruido, un corazón que llora”, escribió Rabindranath Tagore.
Nos quedan diecinueve días de aislamiento forzado. ¿Cómo vivir este encierro? El consejo que uno le puede dar a los lectores es: leyendo. Desde luego, hay otras cosas para hacer en el hogar: dialogar en familia, contar historias de vida, recordar momentos felices. También ayudarle a la esposa en algún oficio doméstico; esto no nos hace menos hombres. Es ahí cuando, además de hacer algún ejercicio, debemos pensar en la lectura de un buen libro. El encierro no es fatigante cuando se ejercita la mente. García Márquez se encerró en su casa de ciudad de México dieciocho meses para escribir “Cien años de soledad”. Cuando salió, empezó a vivir la gloria. En esos meses escribió una obra maestra. A los lectores de esta columna les recomiendo la lectura de un buen libro. Les ayuda a hacer llevadero el encierro.