Por: Eugenio Buitrago Marín
“La letra con sangre entra”, no se sabe por dónde entra ni a que parte del cuerpo ingresa, pero que entra, entra; según dice el dicho popular que por muchos años, hizo que los padres lo tomaran como punto de referencia para obligar con una extremada disciplina a sus hijos e hijas a tomar conciencia de lo importante que era, es y seguirá siendo educar desde la casa y la escuela.
En la escuela era más complicado, dado que por obra y gracia, los docentes de la época estaban revestidos de una cierta autoridad que les permitía arremeter con todas sus fuerzas y con una desbordada violencia contra los estudiantes imponiendo una autoridad absoluta y no cuestionable para que los procesos de aprendizaje verdaderamente se asimilaran, se reforzaran y se retuvieran en la mente y de ello poder dar testimonio en las evaluaciones y salidas al frente ante los compañeros de clase, que el tema estaba memorizado, así el estudiante no hubiese aprendido nada.
Se aprobaba el grado con esfuerzo y dedicación, poco tiempo quedaba para el entretenimiento, el sano esparcimiento; las tareas eran obligadas porque de ellas dependía el reforzamiento del tema estudiado en la clase, se calificaban con detalle las matemáticas y el castellano; cada ejercicio mal hecho era sinónimo de un reglazo, las palabras con mala ortografía eran tomadas como justificación para el reproche y la repitencia de hasta trescientas veces en dos o tres planas de cuaderno, de tal manera que no se olvidara jamás cómo se escribían. Los castigos tenían una diversidad de formas y matices, parecían sacados de catálogos, eran avalados por los padres que se amangualaban con los profesores, porque era necesario que el estudiante aprendiera bien la lección.
Cada ejercicio mal hecho era sinónimo de un reglazo, las palabras con mala ortografía eran tomadas como justificación para el reproche.
Angustia, desespero, llanto y dolor, eran los ingredientes necesarios para esperar el fatal desenlace de la pérdida del año académico. ¿Cuánto costaba perder el año en términos monetarios? Los castigos no se hacían esperar, los regalos de navidad quedaban en el limbo, la frustración era más fuerte que el mismo deseo de ir a pedirle a un profesor el favor que le ayudara al estudiante un poquito a subir la décima que hacía falta para ganar la materia, favor que era negado con un donaire de grandeza y de satisfacción al observar al educando humillado y derrotado.
Esos días quedaron atrás. Han surgido nuevos modelos en pedagogía, los métodos de enseñanza han trascendido en favor del estudiante, la ley del menor esfuerzo echó atrás años de historia en metodologías y prácticas pedagógicas nacidas de los más estudiosos y experimentados pedagogos, Vygotsky, Montessori, Dewey, Locke, Bautista de la Salle, Pestalozzi, entre muchos otros, porque de nada vale los buenos pedagogos y maestros que dedican su vida preparando a la niñez y la juventud para que prevalezca la ciencia, la tecnología, las artes, la medicina y los legados culturales a través del tiempo; la formación en valores y la actividad física, la consolidación democrática, el espiritualismo a través de la religión, si no existe un criterio serio, una conducta sabia y positiva, una disciplina sana, el respeto por el otro en las personas que hoy luctuosamente llamamos estudiantes.
De suma importancia es tener en cuenta que los avances tecnológicos son positivos en la medida en que sean bien administrados; existe mayor cobertura en el acceso a la información pero es incongruente a tal punto que se relega a un segundo plano su categoría e importancia.
Es imposible aprender sin la memoria ni la repitencia, de ahí nace el concepto que lo que no se repite, se olvida aunque esté sujeto a la necesidad y el gusto de cada cual; por tal razón las tareas aún seguirán siendo de suma importancia en el quehacer de la práctica educativa.