Julio Jaramillo: 42 años de su muerte

A las tres de la tarde arrancó el cortejo. El sol no golpeaba tanto y la procesión avanzó primero por el Malecón.
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Era cerca del mediodía cuando una mujer con los ojos llorosos llegó a Radio Cristal y solicitó hablar con Armando Romero Rodas. Era Nancy Arroyo e iba a pedirle al conocido Director de esa radioemisora que la ayude a salvar la vida de su esposo, Julio Jaramillo.

La salud del cantante se deterioraba a pasos agigantados. Esa mañana (miércoles de ceniza), uno de los médicos que lo atendía en la clínica Domínguez había sugerido que solo llevándolo a Estados Unidos se podría evitar lo peor. Pero Julio, que ganó y derrochó una fortuna en su carrera artística, no tenía cómo pagarse el viaje.

Un periodista que se cruzó con ella en el vestíbulo de la radio, sacó la conclusión apresurada de que el cantante acababa de morir.

Convencido de que tenía una primicia, el reportero voló a la redacción de su periódico, uno de los vespertinos de mayor circulación, que ese mismo miércoles, 8 de febrero de 1978, anunció con grandes titulares: “Murió Julio Jaramillo”.

Armando Romero Rodas recuerda todavía que cuando fue a visitar a Julio Jaramillo a la clínica, la tarde del día de su muerte, lo encontró sumamente demacrado. Aún así, medio en broma y medio en serio el cantante le pidió: “¡Compadre, consígame una cervecita!”. Asimismo, Pepe Carmona ha contado varias veces que Julio tenía una frase que repetía siempre: “¡Compadre, chupemos hoy porque a lo mejor mañana quiebran las fábricas de whisky!”. Pero a Julio Jaramillo no lo mató el trago, como a veces se ha escrito. La causa de su muerte, según el acta de defunción, no fue una cirrosis, sino un paro respiratorio y renal que se produjo cuando su organismo no pudo sobreponerse a dos operaciones que se le practicaron para extirparle cálculos en la vesícula, una de ellas provocada por él mismo cuando se arrancó las sondas conectadas a su cuerpo. Sin embargo, no cabe duda que su vida desordenada debilitó su organismo, y eso hizo muy difícil su recuperación.

Un grito en la noche

Fue suficiente. A las pocas horas, decenas de personas se agolpaban en los bajos de la clínica Domínguez, que aún funciona en el edificio esquinero de Primero de Mayo y Machala.

El Dr. Lindengrac Domínguez era médico interno y vivía en el último piso. Todavía recuerda aquella noche, cuando esa falsa noticia produjo la primera conmoción:
“Comparado con lo que pasó después, no había mucha gente. Pero mi tío, el Dr. Brístol Domínguez, Director de la clínica, tuvo que hacer pasar a dos de los hijos mayores de Julio, un muchacho y una jovencita, para que comprobaran que su padre estaba vivo. Solo entonces la gente se comenzó a retirar”.

Julio nunca supo lo que ocurrió esa noche. Su esposa y su hermano no supieron cómo decirle que un diario había informado que estaba muerto. Y cuando se permitió que sus dos hijos lo saluden desde la puerta de la habitación, estaba demasiado débil para hablar o escuchar nada.

Al día siguiente, las cosas se complicaron aún más. Julio parecía reanimado. Incluso recibió la visita de un par de amigos y bromeó con ellos.

Pero los médicos no ocultaban su preocupación. El corazón no andaba bien, la presión tampoco, y el sistema respiratorio estaba fuera de control.

Al caer la noche, Brístol Domínguez visitó la habitación número cuatro, en el segundo piso, para comprobar cómo seguía su paciente.

Domínguez era un ferviente admirador de Julio y se consideraba su amigo personal. Más tarde relataría a la prensa lo que pasó aquella noche:
“Cuando entré, Julio estaba conversando con su cuñada Ana María y dos enfermeras, y se reía por algo. Pregunté por qué tanta risa, y me contestaron que por un chiste. Entonces él contuvo la respiración, y un segundo después fallecía. Al momento de morir todavía conservaba esa sonrisa”.

Eso fue todo. Ninguna frase romántica, ningún gesto lírico. Pero así es la muerte. Solo es romántica en las canciones y poemas. En la realidad es un zarpazo, un tajo profundo y doloroso, que nos arrebata la vida de los seres queridos sin ninguna consideración.

A los pocos minutos llegó Romero Rodas, que había estado en el aeropuerto esperando un vuelo que traía un remedio para Julio. Cuando ingresó a la clínica, uno de los médicos de guardia le dio la noticia.

Después de unos instantes llamó a Radio Cristal y pidió que lo pongan al aire. Su voz sonó más grave que nunca cuando transmitió la noticia más triste de su carrera:
“El día de hoy, jueves 9 de febrero, a las nueve y doce minutos de la noche, acaba de fallecer en la clínica Domínguez, el gran cantante ecuatoriano, el ídolo del pueblo: Julio Jaramillo”.

Nadie imaginó lo que ocurriría entonces. De todas partes comenzó a llegar gente. A pie, en bus, en automóvil. Solos o acompañados, familias enteras o vecinos de un mismo barrio. Algunos lloraban.

Era el pueblo que abandonaba los conventillos de los alrededores y las casas de caña sobre los esteros para decirle adiós a la voz que mejor cantó sus penas y su desarraigo.

La multitud ocupó varias cuadras a la redonda e interrumpió completamente el tráfico. Los agentes de la Comisión de Tránsito pidieron refuerzos, pero no sirvió de nada. Seguía llegando gente, y aquí y allá se encendieron algunas velas. Espontáneamente, muchos grupos comenzaron a cantar Fatalidad y Nuestro Juramento.

Temeroso de que algo pudiese pasar, el Dr. Domínguez ordenó cerrar las puertas de acceso a la clínica. Sus empleados y algunos parientes que llegaron a toda prisa, formaron una improvisada guardia en los bajos del edificio. Solo dejarían entrar a los familiares y amigos más cercanos del artista.

Una de las primeras en llegar fue Polita, la madre de Julio, que supo de la noticia cuando un vecino la fue a ver a la casa para decirle que en la radio estaban diciendo que Julito había muerto.

La decisión de Pepe

Entonces, todavía en medio de sollozos, los tres, Nancy, Pepe y Polita, tuvieron que tomar la decisión más difícil de sus vidas.

Julio les había pedido que no aceptasen ningún homenaje si moría. Lo había dicho varias veces, de manera insistente. Pero afuera, una multitud pugnaba por despedir a su cantante más querido.

La primera intención de la familia fue cumplir la última voluntad de Julio. Pero Armando Romero Rodas se dio cuenta de que afuera, en la calle, estaba pasando algo que haría historia.

Tomó del brazo al hermano mayor y lo llevó aparte:
-¡Mira Pepe, Julio ya no es de ustedes, pertenece al pueblo; y el pueblo ha venido a rendirle su tributo. No pueden negarle eso a la memoria de tu hermano, sería un gravísimo error.

Pepe aún dudó un instante. En ese momento hubiera preferido no tomar ninguna decisión; quería estar a solas para llorar la muerte de su hermano. ¿Qué otra cosa podía importar en ese instante? Pero después de pensarlo, aceptó que se organice un tributo postrero.

Quizás el mayor de los hermanos Jaramillo no se dio cuenta de que estaba tomando una decisión trascendental.

Porque si su respuesta hubiese sido diferente, habría cumplido quizás con la voluntad de Julio, pero el país y el mundo no habrían visto nunca los extraordinarios sucesos que ocurrieron luego.

Alrededor de las once de la noche, bajaron el ataúd. La multitud anónima lo cargó sobre sus hombros para llevarlo a Radio Cristal, en cuyo teatro estudio se había levantado una capilla ardiente.

Comenzó entonces un desfile interminable delante del cofre mortuorio.

Parecía increíble, pero Julio no estaba allí para cantar. Las manos encallecidas que se extendían, no lo hacían para saludarlo ni felicitarlo (“Muy bien Julito”, “Te pasaste, Jota Jota”), sino para tocar su ataúd y santiguarse.

Mientras tanto, se recibían llamadas del extranjero. Olimpo Cárdenas, Daniel Santos, Alci Acosta, querían que les dijesen que no era verdad la infausta noticia. Lucho Gatica, Leo Marini, Leo Dan, Mario Moreno “Cantinflas” y Pedro Vargas, entre otros, enviaron notas de condolencia.

Sabían muy bien que habían perdido a uno de los suyos.

Las agencias de prensa internacionales, por su parte, se desesperaban por transmitir la noticia. Sus teletipos en Venezuela, México, Perú o Colombia, funcionaron toda la noche, informando que Julio no volvería a cantar más.

Y un crespón negro, en todas las rockolas de Caracas, anunció al día siguiente que su segunda patria también lloraba y estaba de duelo por el artista.

Un pedazo de alma

El viernes por la mañana quedó claro que el teatro estudio de Radio Cristal era muy pequeño para tanta gente. Rafael Guerrero hizo gestiones y consiguió autorización para velar al artista más popular que ha tenido Guayaquil, en el Palacio Municipal.

A las doce, bajo un sol ardiente, el ataúd volvió a la calle, con Julio vistiendo traje y corbata gris claros. Lo colocaron en una carroza fúnebre, pero la multitud le bajó las llantas porque quería cargar el cofre mortuorio ella misma.

Así lo hicieron y, en silencio, el cortejo avanzó por las estrechas calles del centro de la ciudad durante un par de horas. En aceras y ventanas se agolpaban para darle el último adiós al zorzal del Ecuador. En los portales, alguna mujer se secaba unas lágrimas, y los hombres hacían esfuerzos para no dejarse llevar por la emoción.

Entonces, sin que nadie supiese cómo ni dónde, una voz rasgó el silencio. Al principio de forma insegura, luego con más fuerza, comenzó a cantar Guayaquil de mis Amores. Al poco rato, la procesión entera le hacía coro.

Una vez en el Salón de la Ciudad, se organizó un acto sencillo. El Alcalde Raúl Baca no estaba. Nadie recuerda tampoco a ningún concejal, a ningún representante del Gobierno militar, ni a los candidatos para las anunciadas elecciones con las que Ecuador volvería a la democracia.

Sí estuvo Carlos Rubira Infante, su maestro de la juventud, quien dijo que “con la muerte de Julio Jaramillo se ha ido un pedazo de nuestra alma”. Hablaron también César Augusto Montalvo, Presidente de la Federación de Artistas; Vladislao Widerak, por la empresa Feraud Guzmán, y Rafael Guerrero, Presidente de la Asociación Ecuatoriana de Radiodifusoras.

Se anunció que la gente entraría en grupos de a seis. Pero al poco rato, el lugar estaba siendo destrozado por una multitud que quería tocar el ataúd, ver a Julio, depositar una flor. Hubo temor de que el piso no soportara tanto peso, y se resolvió que había que llevarlo al coliseo Voltaire Paladines Polo.

Nunca antes ningún artista, ningún personaje político, ninguna celebridad, había sido velado en una cancha deportiva de esas dimensiones.

A las tres de la tarde arrancó el cortejo. El sol no golpeaba tanto y la procesión avanzó primero por el Malecón.

Empujados por la brisa, los árboles dejaban caer sus hojas, y al doblar por la Av. 9 de Octubre, un grupo de mujeres pidió cargar el ataúd.

Al llegar al Coliseo, miles más aguardaban. Eran del Barrio Garay y las Cinco Esquinas, de Mapasingue y el Parque de la Madre, de Cristo del Consuelo y el recién nacido Guasmo. Habían venido de Milagro y de Balzar, de Yaguachi Nuevo y Yaguachi Viejo, de Naranjito, de Lomas de Sargentillo y hasta de Bucay.

Era pueblo, simplemente pueblo, que toda esa tarde y luego en la noche desfiló delante de un ataúd abierto a medias, en grupos de dos mil, para no provocar aglomeraciones.

Corrió el trago, por supuesto, pero no se reportó ningún incidente importante. Y esa noche, en las cantinas de la ciudad, solamente se escuchó la voz de Jaramillo.

Recién el sábado, al tercer día de su muerte, el cortejo partió hacia su destino final. Eran las once y media de la mañana cuando las sirenas de la Comisión de Tránsito comenzaron a ulular, mientras una cadena de radio narraba para todo el país lo que allí estaba ocurriendo.

A pesar de la corta distancia, había tanta gente que el cortejo demoró hora y media en llegar al cementerio. Como para desquitarse de la tarde anterior, el sol había salido con fuerza y solo las altas palmeras proyectaban alguna sombra.

Cuando el ataúd pasó por la puerta 13, una lluvia de flores le cayó encima; los que se quedaban fuera, porque no cabían, le enviaban su último adiós.

Esos tres días, del 9 al 11 de febrero de 1978, fueron una revelación, un descubrimiento. Sin aviso ni convocatoria, decenas de miles de personas se dieron cita para decirle adiós a un hombre que horas antes agonizaba en el más completo abandono, asistido por tres o cuatro familiares y amigos solamente.

Recién entonces el país supo lo que había tenido en sus manos: a uno de los mayores cantantes del continente, a un gigante.

Julio Jaramillo caminó por las mismas calles que nosotros, se guareció bajo los mismos portales y cantó debajo de los mismos balcones, y aún así, tuvimos que esperar el cariño que vimos en su entierro para comprender el significado que tuvo su vida y su trayectoria musical.

Crónica de: El Universo 
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