Se nos fue el último grecolatino

En la ciudad de Pereira falleció el pasado 3 de mayo el reconocido penalista César Montoya Ocampo. Desde luego, abogados mueren todos los días. Y no son noticia en los medios de comunicación. Pero la muerte de este profesional del derecho que por dos votos no fue Contralor General de la Nación si fue noticia de primera página en el diario La Patria, de Manizales. ¿La razón? No fue un abogado del montón, de esos que pasan sin pena ni gloria. Su parábola vital hizo que personalidades de su región pronunciaran en sus exequias sentidos panegíricos. Todo porque fue un escritor de encumbrado estilo, autor de siete libros donde campea una prosa exquisita. Alguien que fue considerado como el último exponente de una escuela literaria que dejó huella en Caldas: el grecolatinismo. 

¿Qué fue el grecolatinismo? Un grupo literario integrado por escritores doblados de políticos, que a principios de la década del sesenta alcanzaron prestigio nacional por su lenguaje de fina elaboración literaria y por el brillo de su oratoria. Hacían uso de vocablos de fina arquitectura idiomática. Otto Morales Benítez los llamó “Altos símbolos de lo que es la grandeza en la literatura de Caldas”. Se encumbraron por sus magistrales intervenciones en el Congreso de la República. Gilberto Alzate Avendaño, Silvio Villegas, Fernando Londoño Londoño, entre otros, hicieron de la elocuencia un distintivo personal. Los debates en que participaban tenían audiencia porque hacían gala de un lenguaje sonoro, lleno de citas de autores clásicos. A ese grupo perteneció César Montoya Ocampo, un abogado humanista nacido en Aranzazu.

El primer artículo que publicó fue una exhortación a los jóvenes para que abrazaran los ideales del conservatismo. Fue en La Patria, de Manizales. Se lo llevó a José Restrepo Restrepo. Como le dijo que lo publicaría al día siguiente, esa noche no durmió. Con varios amigos se fue a escuchar tangos. A las cuatro de la mañana, amanecido, escuchó cuando el voceador venía vendiendo el periódico. 
Entonces corrió a comprarlo. Su alegría fue inmensa cuando vio por primera vez su nombre en letras de molde. Ese día se dio cuenta de que llevaba en el alma el germen de la palabra, que dejó plasmado en siete libros: Prosas para un insomnio, La palabra contra el olvido, De aquí y de allá, Oda a la alegría, Memorias de Juan El Ermitaño, Navegante en tierra firme y Sinopsis de un hombre público. 

El estilo de César Montoya Ocampo se identificó por su refinamiento en la utilización del adjetivo. Su prosa de elevado penacho tiene la cadencia melodiosa de la música clásica. Hay pintura en sus descripciones del paisaje, poesía en la forma como describe el cuerpo femenino, música en la manera como relata sus vivencias de la infancia. Este caldense que fue director Nacional de Instrucción Criminal se aferró a una forma de escribir donde predominan giros que le otorgan orquestalidad a la prosa. No era capaz de desprenderse de ese lenguaje coruscante. Aunque muchas veces intentó despojarse del uso desmesurado del adjetivo, nunca pudo hacerlo. En su prosa este era “lo que la corbata al vestido”: la adornaba, la llenaba de fuerza expresiva, realzaba su estética. 

En la Cámara de Representantes brilló por la contundencia de su oratoria, por la hábil construcción de frases con sentido lírico, por esa garganta privilegiada que le daba orquestalidad a las oraciones. “Los grecolatinos tenemos una pinchada individualidad para escribir”, decía.  Agregaba que les gustaba la frase ampulosa. Y que le imprimían ritmo a la oración para hacerla orquestal. “Cómo es de grato al paladar espiritual el adjetivo que se clava en el mástil después de los alpinismos con el idioma”, les explicó a los lectores de su columna en La Patria. Calificó al adjetivo como “Sal y azúcar, signo admirativo, fragancia y sabor, lúcido arco-iris”. Llegó a decir que, pese al anatema de los pontífices, eran muchos los que lo enarbolaban como rey en la creación literaria.   

Montoya Ocampo fue un penalista de renombre. Sus defensas ante el jurado eran de cartel. Los profesores les recomendaban a los estudiantes de derecho asistir a las audiencias donde actuaba como defensor ante el jurado de conciencia. “Escúchenlo para que aprendan cómo se hace una defensa”, les decían. Defendió a Jaime Michelsen Uribe cuando el escándalo de los autopréstamos en el grupo Grancolombiano, a Alberto Santofimio Botero en el caso de los microfilms cuando fue presidente de la Cámara de Representantes y a Gonzalo Carreño Nieto en el proceso por el asesinato de su cuñado Jaime Padilla Convers. Las salas de audiencias se llenaban de estudiantes que querían escuchar a este abogado que en el gobierno de Misael Pastrana Borrero fue embajador en Bolivia. Paz en su tumba. 
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