En el portal web de EL ESPECTADOR fue publicada la columna de Gustavo Páez Escobar "El viento de Aranzazu", un análisis breve y profundo de San Rafael De Los Vientos, novela de José Miguel Alzate.
¿Qué motivo tuvo José Miguel Alzate para llamar San Rafael de los
Vientos a Aranzazu? Con dicho nombre bautizó su reciente novela en
la que presenta una alegoría de su patria chica. Se me ocurre pensar que
mediante esta poética insignia se propuso regresar a la niñez y la juventud
vividas en medio de la exuberancia de la montaña y frente a la tersura de las
madrugadas y el embrujo de los atardeceres de Aranzazu.
Y como parte de ese
escenario edénico, el sonido del viento… El viento es un ser sobrenatural, que
camina, vuela, habla, refresca el ambiente y el espíritu. El viento de
Aranzazu, que desde siempre se quedó anidado en el alma del escritor, le
irradia embeleso. Le produce alegría. Y él trasmite esas emociones al lector. A
veces el viento se enfurece, pero luego se aplaca. Con eso, le enseña al hombre
a moderar sus pasiones y obrar con serenidad.
El viento es vida,
armonía, entusiasmo. Y tiene color. Eso es la novela de José Miguel Alzate: una
cadena de gratas reminiscencias. Es la propia existencia la que desfila por
estas páginas memoriosas. Dijo Antonio Machado: “Abril sonreía. Yo abrí las
ventanas / de mi casa al viento… El viento traía / perfumes de rosas, doblar de
campanas”.
Además, tiene esencia
femenina. La poetisa Laura Victoria, al recordar las muchachas de su pueblo,
las evoca como “compañeras del viento, / que juegan con las flores / y bajan
las pestañas / cuando el aire las besa / y les alza la falda / de pespuntados
vuelos”. Este viento travieso y coquetón corre por todas partes, y en Aranzazu
es un emblema del contorno bucólico.
Todo lo que pasa en
la historia de un pueblo ocurre en San Rafael de los Vientos. Aquí se agitan,
conforme se avanzan páginas, los problemas sociales, los vicios públicos, los
abusos de las autoridades. Se percibe la comunidad pacata de todas las
latitudes, la que peca y reza, enamora y traiciona, se santigua y luego se
olvida de las buenas intenciones. De otro lado, surgen las rectas conductas y
los sueños vivificantes. Se rememoran los días de la colonización antioqueña y
el esfuerzo creador de los arrieros. Nos acordamos entonces que estamos en
Aranzazu.
¿Por qué, unido al
nombre del pueblo, está Rafael el santo? Supongo que el arcángel, patrono de
los enfermos y los peregrinos, es, junto con el viento, un oráculo de la
población. En viejas épocas, Aranzazu era conocida como “la ciudad levítica de
Caldas” en razón del número de clérigos que de allí salía. Al fique, otra de
sus preseas, se le rinde tributo en la Fiesta de la Cabuya que se celebra cada
año.
En San Rafael de los
Vientos la vida transcurre con amor, sosiego y poesía. Una nómina esclarecida
de escritores y periodistas realza la historia local: César Montoya Ocampo,
José Miguel Alzate, Javier Arias Ramírez, Uriel Ortiz Soto, los cuatro hermanos
Zuluaga Gómez, Jorge Ancízar Mejía, Rubén Darío Toro, Pedro Nel Duque González
–Crispín–, Carlos Ramírez Arcila, Juan de Dios Bernal.
Hace años, en viaje
con Otto Morales Benítez hacia su finca Don Olimpo, en Filadelfia, pasé por
Aranzazu y quedé fascinado con sus paisajes y la calidez de la gente. Hoy
regreso a la población mítica –donde “se ama, se vive y se espera”, según el
eslogan de José Miguel Alzate–. Me trae el viento seductor de esta apasionante
novela.
*Tomado de EL ESPECTADOR | Gustavo Páez Escobar