Para entender el arte de escribir es indispensable saber la diferencia que
existe entre escribir un libro y hacer
un libro. Son dos cosas muy distintas. Quien escribe un libro es alguien que
tiene la capacidad intelectual para recrear historias, para darle forma a su
pensamiento a través de la palabra, para transformar en frases con contenido
estético lo que quiere decir, para esculpir en lenguaje poético la belleza de
la mujer. Quien hace un libro selecciona textos de otros autores para
insertarlos en unas páginas que no son escritas por él y, por lo tanto, no
tienen su impronta. Al primero se le da el nombre de creador mientras al
segundo se le llama compilador. Quien escribe un libro de calidad literaria es
un escritor, título que no se le puede dar a quien hace un libro con lo que
otros han escrito.
Sirva el párrafo anterior para aclararle a un señor que se autoproclama
como “el más grande intelectual que ha dado Aranzazu”, que para pontificar
sobre literatura se debe tener claro qué es preceptiva literaria, qué
diferencia a un escritor de un compilador, qué relevancia tiene el adjetivo en
la prosa y qué elementos creativos deben tenerse en cuenta para exaltar la
calidad de un libro. El señor de marras, que nada sabe de valoración literaria,
se ha dedicado a lanzar indirectas - desde luego, sin nombrarlo - contra este escribidor, porque
ha dicho, con argumentos irrebatibles, que Gonzalo Eugenio Aristizábal no era
escritor. Ese señor, que publicó un folleto con unos esperpentos literarios que
él llama “poesía”, no tiene autoridad crítica para decir quién es escritor y
quién no.
Entremos en materia. Cuando murió, hace un poco más de un año, Gonzalo
Eugenio Aristizábal, la persona a quien me refiero (y que no nombro porque no
merece el honor de que su nombre aparezca en un escrito mío), hizo bulla con la
noticia de que el fallecido había dejado escrito un libro. Desde ese momento se
convirtió, sin nadie pedírselo, en el sostenedor de su memoria, señalando que
quienes nunca le reconocimos méritos como escritor lo hacíamos por envidia. ¿Habrase
visto semejante desfachatez? Lo que uno cuestiona es que este señor quiera
hacerse a un nombre en las letras de Aranzazu aprovechando el de un muerto.
Sobre todo cuando se sabe que en los últimos meses sus relaciones con Gonzalo
Eugenio no eran tan cordiales como las quiere hacer aparecer.
Pues bien: el libro fue publicado. Para hacerlo, esta persona recurrió a la
generosidad de algunos amigos de Gonzalo Eugenio, que lo apreciaban por su
innegable sentido del humor. Pero, ¡Oh sorpresa! ¿Con qué nos encontramos? Nada
más y nada menos que con la realidad de que el fallecido no escribió ningún
libro. Simplemente recopiló lo que otros habían escrito sobre Aranzazu, que ya
se había publicado en periódicos de circulación local. En el libro, que lleva
por título “Aranzazu: historias para su Historia”, no existe una sola línea que
haya salido del cerebro de Gonzalo Eugenio Aristizábal. Ni siquiera la nota que
al final se incluye sobre su señora madre es de su autoría. La escribió José
Luis Ramírez Arcila. Tampoco la semblanza de su abuelo fue escrita por él.
Siempre se
ha dicho que el escritor es un oteador de horizontes, un artista que pule con
la palabra el metal de la existencia, un argonauta que hace del lenguaje el
material con que da vida a sus cogitaciones espirituales. El escritor crea,
imagina mundos, moldea espíritus, exalta la razón, construye sociedad, aporta
conocimiento. En cambio, el compilador toma lo que otros escriben, bien porque
le gusta lo escrito o porque se identifica con una manera de pensar. Pero no
pone nada de su intelecto para forjar una frase hermosa, para construir un
pensamiento efectista o para describir la belleza de un paisaje. Gonzalo
Eugenio Aristizábal no escribió un ensayo, ni un cuento, ni una nota
periodística ni un texto histórico. ¿Por qué ese afán en mostrarlo como
escritor cuando nunca lo fue?
Lo dijo
César Montoya Ocampo en una frase magistral: “Quien utiliza la palabra o se
desfoga en prosa abre puertas, ventila
penumbras, absuelve interrogantes, revienta en hallazgos sorpresivos”.
Lo de Gonzalo Eugenio era otra cosa. Las anécdotas las transcribía tal como se
las contaban, sin poner nada de su parte para mejorarlas literariamente. En su
libro “Aranzazu en anécdotas” no hay nada de carpintería literaria, de esfuerzo
mental para mejorar el contenido ni de eso que Roland Barthes llamaba semiótica
de la comunicación. El arte de escribir le fue ajeno como para que una persona
que firma seis renglones como si fuera un artículo de fina factura literaria lo
consagre como tal. No se puede perder el sentido de las proporciones. Cualquiera
puede escribir una carta. Pero eso no significa que sea escritor.