El arte de escribir | José Miguel Alzate



Para entender el arte de escribir es indispensable saber la diferencia que existe entre  escribir un libro y hacer un libro. Son dos cosas muy distintas. Quien escribe un libro es alguien que tiene la capacidad intelectual para recrear historias, para darle forma a su pensamiento a través de la palabra, para transformar en frases con contenido estético lo que quiere decir, para esculpir en lenguaje poético la belleza de la mujer. Quien hace un libro selecciona textos de otros autores para insertarlos en unas páginas que no son escritas por él y, por lo tanto, no tienen su impronta. Al primero se le da el nombre de creador mientras al segundo se le llama compilador. Quien escribe un libro de calidad literaria es un escritor, título que no se le puede dar a quien hace un libro con lo que otros han escrito.

Sirva el párrafo anterior para aclararle a un señor que se autoproclama como “el más grande intelectual que ha dado Aranzazu”, que para pontificar sobre literatura se debe tener claro qué es preceptiva literaria, qué diferencia a un escritor de un compilador, qué relevancia tiene el adjetivo en la prosa y qué elementos creativos deben tenerse en cuenta para exaltar la calidad de un libro. El señor de marras, que nada sabe de valoración literaria, se ha dedicado a lanzar indirectas - desde luego,  sin nombrarlo - contra este escribidor, porque ha dicho, con argumentos irrebatibles, que Gonzalo Eugenio Aristizábal no era escritor. Ese señor, que publicó un folleto con unos esperpentos literarios que él llama “poesía”, no tiene autoridad crítica para decir quién es escritor y quién no.

Entremos en materia. Cuando murió, hace un poco más de un año, Gonzalo Eugenio Aristizábal, la persona a quien me refiero (y que no nombro porque no merece el honor de que su nombre aparezca en un escrito mío), hizo bulla con la noticia de que el fallecido había dejado escrito un libro. Desde ese momento se convirtió, sin nadie pedírselo, en el sostenedor de su memoria, señalando que quienes nunca le reconocimos méritos como escritor lo hacíamos por envidia. ¿Habrase visto semejante desfachatez? Lo que uno cuestiona es que este señor quiera hacerse a un nombre en las letras de Aranzazu aprovechando el de un muerto. Sobre todo cuando se sabe que en los últimos meses sus relaciones con Gonzalo Eugenio no eran tan cordiales como las quiere hacer aparecer.

Pues bien: el libro fue publicado. Para hacerlo, esta persona recurrió a la generosidad de algunos amigos de Gonzalo Eugenio, que lo apreciaban por su innegable sentido del humor. Pero, ¡Oh sorpresa! ¿Con qué nos encontramos? Nada más y nada menos que con la realidad de que el fallecido no escribió ningún libro. Simplemente recopiló lo que otros habían escrito sobre Aranzazu, que ya se había publicado en periódicos de circulación local. En el libro, que lleva por título “Aranzazu: historias para su Historia”, no existe una sola línea que haya salido del cerebro de Gonzalo Eugenio Aristizábal. Ni siquiera la nota que al final se incluye sobre su señora madre es de su autoría. La escribió José Luis Ramírez Arcila. Tampoco la semblanza de su abuelo fue escrita por él.

Siempre se ha dicho que el escritor es un oteador de horizontes, un artista que pule con la palabra el metal de la existencia, un argonauta que hace del lenguaje el material con que da vida a sus cogitaciones espirituales. El escritor crea, imagina mundos, moldea espíritus, exalta la razón, construye sociedad, aporta conocimiento. En cambio, el compilador toma lo que otros escriben, bien porque le gusta lo escrito o porque se identifica con una manera de pensar. Pero no pone nada de su intelecto para forjar una frase hermosa, para construir un pensamiento efectista o para describir la belleza de un paisaje. Gonzalo Eugenio Aristizábal no escribió un ensayo, ni un cuento, ni una nota periodística ni un texto histórico. ¿Por qué ese afán en mostrarlo como escritor cuando nunca lo fue?

Lo dijo César Montoya Ocampo en una frase magistral: “Quien utiliza la palabra o se desfoga en prosa abre puertas, ventila  penumbras, absuelve interrogantes, revienta en hallazgos sorpresivos”. Lo de Gonzalo Eugenio era otra cosa. Las anécdotas las transcribía tal como se las contaban, sin poner nada de su parte para mejorarlas literariamente. En su libro “Aranzazu en anécdotas” no hay nada de carpintería literaria, de esfuerzo mental para mejorar el contenido ni de eso que Roland Barthes llamaba semiótica de la comunicación. El arte de escribir le fue ajeno como para que una persona que firma seis renglones como si fuera un artículo de fina factura literaria lo consagre como tal. No se puede perder el sentido de las proporciones. Cualquiera puede escribir una carta. Pero eso no significa que sea escritor.

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