Haber nacido en una
vereda no fue obstáculo para que Belisario Betancur ocupara el Solio de
Bolívar. Tampoco el haber salido de un hogar humilde, donde el padre laboraba
la tierra mientras la madre atendía la numerosa prole. Para hacerse
profesional, el muchacho con inquietudes intelectuales, enamorado de la poesía,
que llegó a Medellín en un bus escalera para abrirse camino, tuvo que dormir en
el Parque de Berrío porque no tenía con qué pagar un hospedaje. Una beca le
permitió ingresar a la Universidad Pontificia Bolivariana a estudiar derecho.
Según dijo alguna vez, para ayudarse en los estudios tuvo que trabajar en bares
de Guayaquil. Hasta el día en que Otto Morales Benítez lo invitó a escribir en
el suplemento Generación, del diario El Colombiano.
Alguna vez dijo que había
aprendido a leer a los cuatro años de edad, guiado por los que él llamaba maestros semianalfabetos
que lo entretenían
con sus narraciones “en posadas de arriería, a la luz de un candil”. Estos no
eran otros que los arrieros que se cruzaban por los caminos, y que descansaban
en una fonda cualquiera después de descargar las mulas. Se tropezaba con ellos
porque muchas veces el
papá lo llevaba
al anca de
un caballo famélico, por caminos tortuosos, para que le ayudara a cuidar las tres
mulas donde transportaba el café para vender en Amagá. Muchas veces le tocó
ponerle la enjalma a una mula. Pero pronto se dio cuenta de que su futuro
estaba en el estudio. Ese deseo de convertirse en profesional lo llevó a
abandonar el pueblo donde nació.
Desde sus primeros
años de edad Belisario Betancur se untó de pueblo. Ni siquiera en sus tiempos
de estudiante universitario olvidó de dónde venía. Siempre recordaba con
orgullo la vereda El Morro de la Paila, donde vino al mundo en una casa de
bahareque, y la escuela donde Rosario Rivera lo recibió, sin matricularlo, a la edad de cinco años, porque ya sabía
leer. Era tan humilde que no tuvo inconveniente en invitar al acto de posesión
como Presidente de la República a Sofía Cuartas, la prima campesina que lo
acompañaba hasta la escuela cuando era un niño. Su amor por las letras lo llevó
a tener, siempre, como invitados en los actos de palacio, a sus amigos
escritores. A varios de ellos los nombró en cargos diplomáticos. Era una manera
de recompensarles su entrega a las letras.
Varios colombianos
han recordado cómo era el Belisario Betancur humilde, el que amaba la poesía y
se entretenía con la lectura. Oscar Domínguez escribió una crónica donde exalta
al hijo de Amagá porque, con la complicidad de María Mercedes Carranza, se
decidió a publicar el libro “Poemas del caminante”, que Mario Rivero presentó
en la casa de Poesía Silva. En el acto estuvo acompañado por Gabriel García
Márquez. El Nobel contó que una noche marcó por equivocación el teléfono del
Palacio de Nariño, y se sorprendió porque le contestó el mismo presidente.
Entonces le dijo que debido a las múltiples ocupaciones de ese cargo, sólo
podía leer poesía en la noche. En un discurso, García Márquez reveló el poema
que le valió a Betancur la expulsión del internado en Yarumal.
En Colombia los
presidentes no asisten a presentaciones de libros. Belisario Betancur fue la
excepción. Quien esta columna escribe recuerda la noche en que, en 1983, se
apareció en la sede de la Cámara Colombiana del Libro para asistir a la
presentación de la novela “Hermano hombre”, de Fernando Soto Aparicio. Tampoco
olvida cuando acompañó a Otto Morales Benítez en la presentación de su libro
“Reflexiones sobre el periodismo colombiano”, en la Universidad Central. Ni el
homenaje que en la Casa de Nariño les hizo a Carlos Enrique Ruiz, a Mario
Rivero y a Milciades Arévalo. Los exaltó por sus revistas Aleph, Golpe de dados
y Puesto de combate. Tampoco olvida
cuando acompañó a Mario Vargas Llosa en el festival de teatro de Manizales.
El presidente hijo de
un arriero demostró siempre su compromiso con la cultura. Su primer libro,
“Colombia cara a cara”(1961), que este columnista recibió autografiado en 1978,
enseña su sensibilidad social. Como presidente, a Belisario Betancur le tocó
hacerle frente a tres sucesos trágicos: el terremoto de Popayán el 31 de marzo
de 1983, la toma del Palacio de Justicia el 6 de noviembre de 1985 y la
tragedia de Armero una semana después. Pero también tuvo tres momentos de
alegría: la entrega del Premio Nobel a García Márquez el 10 de diciembre de
1982, la visita de la madre Teresa de Calcuta el 1 de septiembre de 1982 y el
recibimiento al papá Juan Pablo Segundo el 1 de julio de 1986. El presidente de
ascendencia humilde sufrió con los primeros, pero celebró con los segundos.