Llegó un miércoles en las horas de la tarde, montado en una mula parda que le facilitó la diócesis. Traía amarrada al anca una maleta donde guardaba sus cosas personales
Los pobladores de San Rafael de los Vientos nunca llegaron a pensar en la posibilidad de que una tragedia sacudiera el alma colectiva para sembrar un dolor que por muchos años llevarían anclado a su recuerdo. Acostumbrados a una vida tranquila, compartida con placidez, donde no se presentaban hechos que turbaran la convivencia, miraban con alegría el futuro porque nada ensombrecía la existencia. Ningún acto violento los había conturbado. La paz era completa. Tanto, que don Maras Ocampo llegó a decirle un día, con orgullo, al sacerdote que llegó en reemplazo del padre Gallo: “Aquí no hemos vivido el dolor de enterrar a un ciudadano víctima de una muerte violenta”. Se lo dijo porque tenía conocimiento de que en otros pueblos el enfrentamiento entre los dos partidos políticos había ocasionado derramamiento de sangre. El nuevo párroco se llamaba Bejamín Muñoz. Era un hombre de figura patriarcal, entrado en años, de cabello blanco y cejas enmalezadas. Llegó de Manizales cargando el honor de haber sido el primer sacerdote ordenado por monseñor Gregorio Nacianceno Hoyos. Cuando arribó al pueblo lo primero que hizo, después de entrevistarse con el padre Gallo, fue ir a saludar en su casa a don Maras Ocampo. Lo hizo por recomendación de Francisco José Ocampo, que era su amigo desde hacía varios años.
–Cuando llegue al pueblo, vaya y salude a mi primo Maras, que vive en una casa grande en el marco de la plaza – le dijo en Manizales cuando se enteró de que había sido nombrado como párroco en su pueblo natal.
Llegó un miércoles en las horas de la tarde, montado en una mula parda que le facilitó la diócesis. Traía amarrada al anca una maleta donde guardaba sus cosas personales. Se apeó en la puerta de la iglesia y, mirando los dos yarumos levantados frente a la entrada principal, preguntó a una señora que salía del templó en dónde quedaba la Casa Cural. Una vez le indicó el portón, caminó los cinco metros que lo separaban y, mirando con curiosidad el frontis, dio tres toques con el nudillo de los dedos de la mano derecha. Extrañó que en la plaza nadie lo esperara. Pero extraño más que, al abrirle el portón, la señora de pelo crespo que lo saludó le advirtiera que el padre Gallo no se encontraba. “¿En dónde está?”, preguntó descargando su equipaje. La señora, que no estaba avisada de que un nuevo párroco iba a llegar a San Rafael de los Vientos, le dijo que había salido esa mañana para una vereda; Iba a visitar a una anciana que por estar reducida a la cama requería que le aplicaran la extremaunción. “A mi nadie me advirtió que iba a llegar un sacerdote”, repuso la señora. Entonces lo hizo entrar a la sala, y ofreciéndole un vaso de leche le señaló un pequeño diván en el corredor donde según le dijo podría descansar del viaje mientras llegaba el padre Gallo.
–¿Se demorará mucho? – preguntó el padre Benjamín Muñoz antes de tirarse en el diván.
–No creo – contestó la señora recibiéndole el vaso – Debe estar por llegar. Se fue temprano, después de celebrar la misa de siete.
El padre Teodoro de Jesús Gallo llegó a los quince minutos. La señora que atendía la Casa Cural escuchó el sonido de los cascos del caballo en el momento en que se acercó a la puerta. Identificaba ese sonido metálico sin ninguna dificultad. Tanto, que el sacerdote no necesitaba dar los tres golpes en el portón para que le abriera la puerta. Podía estar en la cocina pelando los plátanos, en el despacho parroquial limpiando el escritorio, en el jardín interior rociando agua a las plantas, en una alcoba tendiendo la cama o en el lavadero estregando la ropa, y escuchaba el repicar de los cascos. Entonces dejaba lo que estuviera haciendo y corría a abrir la puerta. Ese miércoles lo hizo con mayor diligencia. No fue sino escuchar ese sonido que identificaba en cualquier momento para correr a abrirle. Le recibió el maletín donde guardaba los objetos litúrgicos, y una vez en el corredor le señaló el diván donde el nuevo párroco descansaba. Le contó que le había dicho que venía a reemplazarlo en el manejo de los destinos espirituales del municipio. El padre Galló se sorprendió. No había sido notificado por la diócesis sobre su intempestivo reemplazo. Incómodo, pensando que algo raro había pasado, convencido de que podría ser una equivocación, despertó al sacerdote para pedirle que le explicara la situación.
José Miguel Alzate
Escritor y periodista