Nostalgias de mi pueblo | José Miguel Alzate

Los muchachos que en los años setenta apenas empezábamos a descubrir las delicias del amor conservamos, frescos en la memoria, los recuerdos de aquella época


Hablemos hoy sobre el Aranzazu que se fue. Recordemos ese pueblo romántico que se caracterizaba por sus viviendas que hacían honor a la llamada arquitectura de la guadua, un legado de la colonización antioqueña. Hablemos sobre ese poblado apacible donde a las cinco de la mañana las campanas de la iglesia sonaban para convocar a misa. Y donde los domingos los estudiantes asistían en desfile, desde los planteles educativos, a la llamada misa en comunidad. Recordemos ese pueblo de señoras camanduleras que, cubierto el rostro con un manto, desfilaban todos los días hacia la iglesia para asistir al trisagio. Hablemos de ese espacio de la infancia donde, en las noche orladas de luceros, los novios hacían visitas a la amada en el portón de la casa.

¿Cómo fue ese Aranzazu que a nosotros nos tocó vivir? Era un pueblo con un aire fresco, donde el viento que soplaba desde San Antonio peinaba el cabello de las colegialas que desde las siete de la mañana llenaban con su alegría el parque cuando, sonrientes, caminaban hacia la normal luciendo un uniforme de falda azul plisada con blusa blanca, adornado de una pequeña corbata. Era un desfile de mujeres hermosas. En la esquina del Salón Gloria, los muchachos de entonces nos parábamos, luciendo pantalones de terlenka, el pie derecho apoyado contra la pared, para admirar a esas muchachas en flor que nos hacían suspirar. A las dos de la tarde, cuando ingresaban de nuevo al plantel, se repetía la escena. Las veíamos con los cuadernos bajo el brazo y una sonrisa iluminándoles el rostro.

Los muchachos que en los años setenta apenas empezábamos a descubrir las delicias del amor conservamos, frescos en la memoria, los recuerdos de aquella época. Los domingos en la noche la calle real se llenaba de color. Las parejas de enamorados se paseaban, agarradas de la mano, desde La Macarena hasta el Salón Gloría, exhibiendo siempre una sonrisa. Algunas muchachas esperaban con ansiedad a que Trabuco tocara en la puerta de la casa para entregarles una esquela que llegaba desde la distancia con mensajes románticos. Otras se asomaban en las ventanas para recibir las caricias del viento cuando soplaba suave. Tiempos inolvidables de la Tropa Scout, de las semanas cívicas, de los paseos a Bonillas, de los concursos de canto.

¡Cómo olvidar aquellos tiempos! En el Colegio Pío XI se vivió una época maravillosa. Con profesores como don Elías Hoyos, todo sabiduría, que cuando escribía sobre el tablero lo hacía yéndose hacia arriba, como buscando el cielo. Con estudiantes como Ancízar Restrepo, que cantaba con entusiasmo Despierta Lorenzo. Uno no olvida a Tomás Alberto Giraldo, que tenía una voz extraordinaria. Ni a Magnolia Osorio, Eleonora Giraldo y Enolia Gómez, alumnas de la normal, que interpretaban temas románticos con una voz exquisita. Tampoco olvida la forma tan sentida como declamaba Rodrigo Zuluaga Gómez el Duelo del Mayoral. Ni la férrea disciplina que imponía el profesor Carlos Castaño Duque. Ni las rabietas del profesor Bernardo Maya cuando no le entendían lo que explicaba.

Este fue el Aranzazu que se quedó tatuado en nuestro cerebro. Un Aranzazu lleno de vida, con la alegría desbordante de una generación que encontró en las baladas románticas de Raphael y Leo Dan una forma hermosa de expresar sus sentimientos. Un Aranzazu donde todavía las recuas de mulas llegaban cargadas de bultos de café hasta las compras del grano que tenían Jesús  María Serna y Jesús María Restrepo. Un Aranzazu que en las Fiestas Patronales expresaba en desfiles multicolores su generosidad con la parroquia. Un Aranzazu donde los muchachos de entonces aprendimos a montar en bicicleta aprovechando que Enrique Cocorneño las alquilaba. Un Aranzazu donde en las noches se llevaban serenatas a las muchachas para expresarles admiración.


Este fue el Aranzazu de nuestra infancia. Un pueblo sencillo, con balcones de chambranas y portones pintados de verde, con tejados donde después de la lluvia gorgoriteaba el agua. Un pueblo con un parque donde los carritos para venta de cremas de don Arsenio Moreno se paseaban de un lado a otro haciendo sonar una campanilla. Y donde el pito de los buses de Empresa Arauca, largos e incómodos, que pasaban para Medellín, llenaba de nostalgias el aire dominical cuando se despedía a algún ser querido que emigraba hacia otras tierras. Un Aranzazu encantador, lleno de música, con palomas sobre las cuerdas de la luz. Y con un vientecillo tenue que bajaba, cálido, desde La Guaira. Este es el Aranzazu que recordamos con nostalgia.

José Miguel Alzate
Escritor y periodista
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