Es triste comprobar cómo muchos colombianos no llegan a los altos cargos para servirle al país, como debería ser, sino para buscar la manera de enriquecerse de manera fácil
Las últimas revelaciones sobre casos de corrupción en Colombia indican que este cáncer hizo metástasis. Nadie podía llegar a imaginarse que este flagelo tocaría a una institución como la Corte Suprema de Justicia. Cuando se reveló el escándalo del magistrado de la Corte Constitucional Jorge Pretelt Chaljub por haber recibido quinientos millones de pesos para favorecer a la empresa Fidupetrol, los colombianos pensamos que la corrupción había tocado fondo. Pero estábamos equivocados. A la indignación que produce lo que se ha venido conociendo sobre los sobornos de Odebrecht, que han salpicado a senadores, a un exviceministro y a las campañas presidenciales, se suma ahora el escándalo en que están inmersos tres expresidentes de la Corte Suprema de Justicia.
Que miembros de tan alto tribunal estén involucrados en casos de corrupción es como para decir: “Apague y vámonos”. Si la justicia se corrompe, quiere decir que los cimientos morales de una sociedad están desvencijados. ¿Podemos confiar los colombianos en unos magistrados que aprovechan su cargo para enriquecerse negociando sus fallos para favorecer a los implicados? De comprobarse que los exmagistrados Leonidas Bustos, Francisco Ricaurte y Camilo Tarquino recibieron plata para arreglar procesos, sobre ellos debe caer, sin contemplación, todo el peso de la ley. Sobre todo porque por su preeminencia estaban obligados a demostrar que la Corte era diáfana administrando justicia, y que no recibían dinero por acomodar fallos.
Todo lo que se ha venido revelando sobre la forma como algunos políticos investigados por parapolítica compraron fallos absolutorios valiéndose de un abogado corrupto le revuelve las tripas a cualquier colombiano, como se dice coloquialmente. Que un fiscal anticorrupción, Luis Gustavo Moreno, que desde esa posición estaba obligado a combatir este flagelo, haya resultado convertido en el más corrupto de los funcionarios es demostrativo de que en Colombia la corrupción ha tocado fondo. Y que expresidentes de la Corte Suprema de Justicia como los arriba mencionados se hayan prestado para arreglar procesos a cambio de plata comprueba que los resortes morales de este país se están reventando. Colombia está indignada con tanto funcionario corrupto.
Es triste comprobar cómo muchos colombianos no llegan a los altos cargos para servirle al país, como debería ser, sino para buscar la manera de enriquecerse de manera fácil. Los casos de Bernardo “El Ñoño” Elías y de Musa Besaile, dos senadores cordobeses que se han aprovechado de su condición para llenarse los bolsillos de plata, nos debe llevar a pensar a los colombianos en alguna fórmula para impedir que tipos de esta calaña, que llegan al senado no para promover leyes que busquen mejorar la calidad de vida de los ciudadanos sino para buscar la manera de enriquecerse, sigan comprando votos para perpetuarse en el poder. Hechos como los que los colombianos estamos viendo en estos días son los que llevan a que la opinión pública exprese su rabia contra una clase política corrupta.
No nos habíamos repuesto de la indignación que produjo el saqueo a Bogotá en la administración de Iván Moreno Rojas, cuando estalla este escándalo que deja muy mal parada a las Corte Suprema de Justicia. Primero fue el caso de los magistrados del Tribunal Superior de Villavicencio Alcibiades Vargas Bautista, Joel Darío Trejos y Fausto Rubén Díaz Rodríguez, sindicados por la Fiscalía General de la Nación de haber recibido tres mil millones de pesos para beneficiar a integrantes de bandas criminales. Luego se conoció el caso de Fernando Castañeda Cantillo, magistrado de la Sala Laboral del Tribunal Superior de Cúcuta, que fue capturado por el carrusel de tutelas para defraudar a Ecopetrol. ¿Cuántos jueces no habrán hecho lo mismo?
Algo anda mal en este país cuando quienes están llamados a dar ejemplo de pulcritud en sus actos son capturados por actuaciones indebidas en el ejercicio de sus funciones. Que los legisladores se presten para el tráfico de influencias, beneficiando a multinacionales de la construcción, en búsqueda no del bien común sino de llenar sus bolsillos para poder seguir comprando votos, deja en los colombianos la sensación de que en los políticos no se puede confiar. Lo que ha pasado con Otto Bula, con “El Ñoño” Elías, con Musa Besaile y con el exgobernador de Córdoba, Alejandro Lyons Musckus, deja un sabor amargo. Esta corrupción que se viene revelando muestra que el país se está descuadernando en las manos de tanto delincuente de cuello blanco.
José Miguel Alzate
Periodista y escritor