El 27 de junio de 2017 quedará grabado en la historia como el día en que se hizo realidad el sueño de vivir en una Colombia en paz
Que después de medio siglo enfrentándose al Estado para tratar de obtener el poder por la vía de las armas un grupo guerrillero entregue ante un organismo de la prestancia de la Organización de Naciones Unidas su armamento, es un hecho que merece analizarse sin apasionamientos. ¿Llegaron a imaginarse las comunidades más afectadas por el conflicto que llegaría un día en que esos actores armados que durante tantos años les robaron su tranquilidad iban a deponer sus armas para ayudar a construir una nueva Colombia? Lo más seguro es que no. Nadie pensaba que fuera posible el desarme de un grupo armado que causó tanto dolor a cientos de familias colombianas. El fracaso de anteriores negociaciones no permitía pensar en que esto fuera posible.
Ante la incredulidad de muchos, las Farc hicieron entrega de sus armas, tal como lo acordaron en el acuerdo final para ponerle fin al conflicto armado, firmado en Cartagena. Cumplieron así la palabra empeñada. Que 7.132 fusiles queden en poder de Naciones Unidas es una noticia de impacto internacional. Sobre todo porque no era fácil llevar a un grupo armado a que reconociera el imperio de la ley y, en consecuencia, se acogiera a la oportunidad que le brinda la democracia de entrar al juego institucional convirtiéndose en partido político. Para llegar a este momento histórico se necesitó el compromiso de un presidente convencido de que la negociación era el mejor camino para consolidar la paz. Santos pasará a la historia como el mandatario que hizo posible el silencio de los fusiles.
El 27 de junio de 2017 quedará grabado en la historia como el día en que se hizo realidad el sueño de vivir en una Colombia en paz. ¿Qué para lograrlo hubo que pagar un alto precio? Era un costo que había que asumir si queríamos vivir en un país donde las ideas se defendieran en un debate civilizado, y no imponiéndolas con la fuerza de las armas. Quedan, desde luego, en el territorio nacional, grupos armados que seguirán sembrando el terror. Pero el solo hecho de que salgan de la guerra más de siete mil combatientes llena de esperanza a un país que durante años frenó su desarrollo por culpa de una guerra fratricida, que dejó regada mucha sangre en el suelo colombiano. Que se salve una vida justifica un acuerdo que puede ser imperfecto, pero que siembra la esperanza de un mañana mejor.
¿Qué le espera a Colombia con la entrega de las armas por parte del grupo insurgente que durante cincuenta y dos años sembró terror en todo el país? La posibilidad de construir una nación con justicia social. Los acuerdos contemplan la implementación de políticas que permitan el acceso a la tierra. Pero, sobre todo, pagar esa deuda histórica que el Estado tiene con el campo. Las mayores beneficiadas con el desarme de las Farc serán esas poblaciones aisladas, olvidadas por el gobierno, que no cuentan con buenas vías de penetración, sin infraestructura educativa, alejadas de los centros de salud, sin redes de energía y dificultades de comunicación con el resto del país. La mano del Estado va a llegar a estos sitios para mejorarles la calidad de vida a los ciudadanos.
Con la entrega de las armas ganamos todos los colombianos. ¿Por qué razón? Porque a partir de ahora le perderemos el miedo a transitar por las carreteras, se reduce la posibilidad de un secuestro, llega mayor inversión extranjera, la extorsión no tendrá tanto ejecutor, la voladura de oleoductos disminuye y el reclutamiento forzado será historia del pasado. Quedan, desde luego, otros reductos violentos que continuarán generando violencia. Pero el principal actor armado del conflicto, el grupo que puso en jaque la institucionalidad, intentará ganarse el favor popular en las urnas. Debe el gobierno, entonces, garantizarles la seguridad y los espacios para que puedan exponer sin temores sus proyectos para construir un país con equidad social.
El Espectador publicó hace algunos días una carta dirigida a Fernando Londoño Hoyos, escrita por el periodista Jorge Eduardo Espinosa. En ella le dice que en sus recorridos por Colombia se dio cuenta de que había otras maneras de entender el país, y eso lo llevó a creer en los beneficios del acuerdo firmado con las Farc. Lo que dice el comunicador es cierto. El desarme del grupo insurgente garantizará que ya no habrá “madres destrozadas buscando los restos de sus hijos desaparecidos”, ni campesinos con miedo a caminar por sus veredas, ni niños que antes no iban a la escuela porque el camino estaba minado. En conclusión, es mejor ver a un guerrillero defendiendo sus ideas en las corporaciones públicas que segando vidas con un arma. Es mejor cambiar las balas por las palabras. Las primeras matan, las segundas enriquecen el debate.
José Miguel Alzate
Periodista y escritor