
Muchos hemos sentido alguna vez, gracias a los libros o a las buenas películas, que pertenecemos a otra época. Gracias a las nuevas tecnologías podemos estar más cerca que nunca de los eventos históricos más importantes hermosamente recreados en enormes pantallas, con acordes efectos sonoros y visuales y con el grado más alto de veracidad que el estudio detallado del acontecimiento en cuestión puede proporcionar. Sin embargo, más allá de estos encomiables y aplaudibles esfuerzos, es imposible (aún) hacernos partícipes de realidades pasadas. Nos conformamos con cerrar los ojos e imaginar el cruento arrebato de los soldados de Sila mientras, una vez tomada Atenas, la sangre corrió a ríos por las calles e inundó los suburbios como cuenta Plutarco de aquella matanza. O reflexionamos sobre el profundo y placentero deshago que debió sentir Jean Marie Bastien-Thiry mientras observaba la descarga de metralla que castigaba el Citröen Ds de Charles De Gaulle, aunque sólo durara un momento.
En El cuento más hermoso del mundo, Kipling juega con el concepto de la metempsicosis. La posibilidad de las almas de trasladarse a otros cuerpos incluso animales o vegetales y que, una vez presentes, pueden manifestarse en estos seres portadores mediante -como en el relato- visiones con la exactitud y detalle que sólo un testigo presencial puede presumir. Si bien la metempsicosis es un concepto que podemos encontrar en diversas culturas, hoy día, y entre las razas civilizadas, es prácticamente relacionado únicamente con países asiáticos, particularmente la India. El relato nos presenta a un joven que parece imaginar con sospechosa exactitud la vida de un remero dentro de una galera y que desconoce el concepto que define la condición de la que parece padecer.
Los dolorosos recuerdos que se manifiestan arbitrariamente implican una constante búsqueda de la eternidad; un alma que busca perpetuarse mediante el cuerpo que ahora habita así como el joven ambiciona la infinitud a través de su arte, es un aspirante a poeta. Dos almas que a su modo se rebelan en busca ya de libertad, ya de realización. Las visiones presentan a un hombre aguerrido que se libra de sus cadenas y encabeza una revolución, toma la embarcación y pasa ahora a comandar la nave. Es este espíritu decisivo, más que los vivaces recuerdos, lo que más parece influir en el quehacer de nuestro novel autor; ha descubierto su vocación, abandona su empleo en un banco y pasa igualmente a comandar su nave, ha decidido escribir, sobre todo, contra todo. Almas ambas que a un tiempo, y en sus entornos, se reconocen y evolucionan.
El remero es un personaje más en el relato y sus vivencias dotan al mismo de un dejo de melancolía que el final del cuento resuelve magistralmente. La esencia y su historia terminan por renunciar a su infinitud; su historia no será contada, pero a cambio ha encontrado en la materia que ahora habita, el sentimiento último de identidad, otro modo de perpetuarse: el amor. Nada parece sugerir que el intercambio de experiencias pueda ser recíproco y quizá una psique, que si bien puede expresarse en otra materia, no pueda descansar al lado de una esencia que ha decidido no escucharla más para así recibir por completo a una tercera manifestación que se afana por fundirse con ella, pero, definitivamente, y aun mediante el olvido, es esta experiencia, en el cuerpo elegido, el mejor de los escenarios para nuestro errante remero.
Tomado de: https://sabesquenomentire.wordpress.com